POR UN CINE GAVILLERO

El Lenguaje Popular de una Permanente Rebelión Histórica


a propósito de Un Gavillero en la Sierra (Ricardo Ariel Toribio, 2022)

un texto de Diego Cepeda

El siguiente texto fue publicado originalmente en la segunda edición de Outskirts Film Magazine, revista independiente sobre el pasado y presente del cine. La segunda edición está disponible en su tienda virtual.


El sueño participa de la historia, y una estadística del sueño avanzaría, más allá del encanto del paisaje anecdótico, hacia el desierto de un campo de batalla. Así, los sueños han ordenado guerras, y en tiempos ahora inmemoriales las guerras establecían lo justo y lo injusto e, incluso, los límites del sueño.
— Walter Benjamin, ‘Kitsch Onírico’, 1925

“La cultura popular no es lo que se llama técnicamente folclore, sino el lenguaje popular de una permanente rebelión histórica.”

Glauber Rocha, ‘Estética del Sueño’, 1971

Si Un Gavillero en la Sierra (Ricardo Ariel Toribio, 2022) es una de las películas más emocionantes del año, es porque forma parte, a su modo y quizás sin saberlo, de una tradición vanguardista. Pero ¿de qué tradición hablamos? Y más allá, ¿de qué vanguardia? En un país como la República Dominicana, que apenas comienza a redescubrirse cinematográficamente, podríamos remitirnos a las palabras de Rogério Sganzerla: ‘El descubrimiento de un nuevo lenguaje es como un chiste que se ha contado muchas veces y ha perdido su gracia. La vanguardia, en mi opinión, sería una tradición revolucionaria y no solo la moda del metalenguaje […] Si eso es vanguardia, yo quiero otra cosa.’ Ahora bien, ¿cómo imaginar tal tradición? Un país sin imágenes, un país aún no filmado — esto no es del todo exacto ni cierto. Habría que decirlo de otro modo: historia sin imágenes o, más exactamente, historia repleta de imágenes esperando encontrar su forma. Después de todo, ¿no es este ‘dar forma’ — a las imágenes, a la historia — el trabajo del cineasta?

Desde las primeras décadas del cine latinoamericano, nos encontraremos con el paradigma de un cine social que retrata personajes populares, forjando identidades nacionales a través del revisionismo histórico. Podríamos ver cientos de ejemplos, como en la trilogía de la Revolución Mexicana de Fernando De Fuentes (1933-1936) o en La Guerra Gaucha (Lucas Demare, 1942) o Pampa Bárbara (Lucas Demare, Hugo Fregonese, 1945) en Argentina. Más concretamente, también podríamos mencionar la representación del Cangaço, un tipo de bandolerismo social en el Nordeste brasileño que a menudo se aliaba con el campesinado para luchar contra los propietarios de las haciendas que los explotaban. Al mismo tiempo, en muchos otros casos, eran contratados por los propios hacendados para someter a los trabajadores. Películas con estrategias formales tan dispares como los registros documentales de Lampião, o Rei do Cangaço (Benjamín Abrão Botto, 1937) o Memória do Cangaço (Paulo Gil Soares, 1964), las convenciones narrativas de O Cangaceiro (Lima Barreto, 1953) o las alegóricas películas de Glauber Rocha, Deus eo Diabo na Terra do Sol (1964) y O Dragão da Maldade contra o Santo Guerreiro (1969) le dan cuerpo, complejidad, y reflexión a toda una iconografía histórica.

A diferencia de otros países, la República Dominicana no tuvo una industria cinematográfica a mediados del siglo XX, sino una dictadura sanguinaria de más de treinta años (1930 a 1961) y, además, dos ocupaciones militares estadounidenses (1916 a 1924 y de 1965 a 1966). Esto significó, entre muchas otras cosas, el desplazamiento de aquella reflexión — en imágenes y sonidos — del lugar que ocupaba el pueblo en la historia nacional. En cambio, lo que se ofrecía desde la producción cultural, estaba controlado en gran parte por el régimen del dictador Rafael L. Trujillo, con la fabricación de una historia patria a partir de su figura. Al día de hoy, se pueden encontrar libros tan delirantes como el ‘Anecdotario Épico del Generalísimo Trujillo’ (R. Suárez Vásquez, 1953) en donde se inscribe el mito del supuesto héroe-cowboy nacional, a través de epopeyas con títulos como ‘Trujillo solo ante el Peligro (Romance Laureado)’ o ‘El Soldado del Orden (El Teniente Trujillo contra los Gavilleros cabecillas del Este, 1919-1920)’.

Unos quince años más tarde, la escritora Aída Cartagena Portalatín responderá a estas invenciones en su novela ‘Escalera Para Electra’:

Le interrumpo de nuevo: señor Mahuad, en América está mi país: Dominicana. Allá apareció el primer guerrillero anticolonialista: era un cacique indígena que mantuvo en jaque mucho tiempo a los soldados del emperador Carlos V de España durante la conquista: se llamaba Enriquillo. El emperador se vio obligado a entregarle algunas de las tierras que pertenecían a sus dueños los aborígenes, y a respetar sus derechos. En Dominicana, desde que los gringos pisotearon por primera vez la soberanía nacional, a los patriotas que defienden su tierra, sus minas y sus cosechas, los llaman bandoleros o gavilleros. Es así, señor Mahuad. En la Dominicana, como en la antigua Esparta, se imponen tiranías con respaldo militar. A ese engaño lo llaman democracia.

El cine, nos recordará Gonzalo Aguilar, por sus características y sus orígenes, no es mera representación de las masas, sino un dispositivo que participa activamente en la construcción de lo popular. Es dentro de este entramado que Ricardo Ariel Toribio reivindica en Un Gavillero en la Sierra a una de las figuras clave de la resistencia popular dominicana.

El paisaje se presenta con el sonido de un disparo, y así, la película declara su conflicto: ¿Cómo enfrentarse a este paisaje, fisurado y olvidado? ¿Cómo volver a escuchar, de forma renovada, sus historias de resistencia? Filmada en colaboración con la Comunidad de la Estancia en Sierra Prieta, Yamasá, al interior de República Dominicana, la película propone una doble lectura. Por un lado, una ficción sobre un gavillero llamado Toribio (interpretado por el director de la película) que traiciona sus ideales de la defensa de la tierra en un ataque de celos. Y por otro, un documento que deja constancia de una comunidad que sigue luchando contra la historia colonial oficial a través de la memoria popular, esta vez con sus cuerpos, sus voces, y sus sueños.

Al situarse como actor y antihéroe, el director Ricardo Ariel Toribio establece una primera mediación: su condición de extranjero dentro de la historia de esta comunidad. Toribio plantea así un juego constante entre el tiempo histórico, el mitológico, y el personal. El primer encuentro que tiene este personaje en su huida por las montañas es con un anciano combatiente a caballo. Antes de ser engañado y saqueado por Toribio, Elpidio Figueroa cuenta una historia sobre la violencia y brutalidad de un despiadado general norteamericano en una comunidad vecina. Segunda mediación: respetar los hechos en su duración. A lo largo de todo el testimonio de Elpidio, la cámara se fija en su rostro, manteniendo el plano sin cortes. Esto genera, por un lado, las condiciones para que la imaginación del espectador crezca y habite toda la película, desbordando los límites del encuadre; y por otro, revela algo más: esta escucha atenta nos permite ver realmente a la persona, a este actor ocasional. Nos invita a prestar atención a sus gestos, al timbre de su voz, a su mirada, e incluso a cómo recuerda — el personaje, los acontecimientos, y la persona, el texto.

Sin embargo, las presencias que pueblan la película no se limitan a lo humano. Parecería como si el mundo material que rodea el paisaje de la Sierra de Yamasá pusiera a prueba a Toribio, y a la vez, al espectador. No sólo la violencia sugerida en la aparente tranquilidad del bosque, no sólo la sangre que corre por el río al inicio de la película, sino también los animales, los perros que acompañan a los gavilleros, los caballos que conocen de memoria los caminos, el rumor del viento en los árboles. La película es igualmente austera en sus elementos: relatos orales, una fotografía, una grabación del himno nacional. Esta austeridad apunta no sólo a decisiones narrativas, sino también de producción, ilustrando su justa dependencia. En otros términos, la propuesta de otra economía cinematográfica.

Una economía de la producción que equivale también a una economía de los gestos: Toribio mira cien años atrás y se pregunta por lo que sigue resistiendo, mostrándonos así, las manos de quienes comparten sus cigarrillos o regalan su pan, de quienes cuelan el café y recogen la fruta, o de los que cuidan la tierra y disparan por ella. Al mismo tiempo, como veremos más adelante, las manos levantadas de este supuesto gavillero, que ahora se irá a dormir, amenazado por la naturaleza y por la tierra que ha traicionado. En contra de la inflación, entonces, el cine se aboca al sueño. Toribio sueña, y ese sueño es el sueño de todos. La película, ahora enrarecida, con imágenes fijas en lugar de imágenes en movimiento, con imágenes fotoquímicas en lugar de digitales, nos muestra a los gavilleros, a la gente de esta comunidad, y todos duermen. Una señora entona una kalunga fúnebre mientras hila algodón. Vemos a otra mujer, a un soldado norteamericano, y volvemos a Toribio: un crimen sugerido, un disparo, el disparo, huida.

Esta descomposición del movimiento, este desmontaje en destellos fragmentados, nos devuelve irremediablemente a la cuestión de la tradición. Porque, al fin y al cabo, ¿de qué tradición hablamos? Aventuremos lo siguiente: Si observamos algunas películas dominicanas recientes, como Plaza Juan Barón (2019) de Jaime Guerra (el director de fotografía de Un Gavillero en la Sierra), Pacaman (Dalissa Montes de Oca, 2021) o Pienso mucho en la foto que no tomé (Samuel Caraballo, 2022), todas ellas presentan, de un modo u otro, el mismo principio formal: una vuelta al uso de la imagen fija. Un gesto cinematográfico que, digamos, tiene que ver con el que Fernando Birri comenzó a formular para las primeras películas de la Escuela Documental de Santa Fe a mediados de los años cincuenta: el foto-documental. Inspirado en lo aprendido en Roma con Cesare Zavattini, esta herramienta de expresión con imágenes fijas como base de una película, serviría como recurso para una exploración profunda de la realidad con medios escasos y limitados para la producción cinematográfica.

Las imágenes de estos cineastas buscan su lugar en el tiempo. Sugieren que hay que mirar con atención todo lo que se nos ha compuesto de forma fugaz. En nuestro caso, no se trata sólo de hechos históricos, sino también de recuperar ciertas ideas y formas olvidadas. Y si es que nada persiste, detengamos el tiempo: desafiadas las memorias políticas y personales, tendremos que ahondar en el imaginario y entregarnos al sueño colectivo e íntimo de un país que desea recordar a toda costa.

Según el historiador Augusto Sención Villalona, los gavilleros actuaban con dispersión, como las organizaciones guerrilleras, y al mismo tiempo coordinaban ataques contra objetivos importantes. Eso les permitió tener algunos éxitos y prolongar su lucha. Un gavillerismo cinematográfico, entonces, produciría su propio espacio dentro del cine — exigiendo, frente al agotamiento de las actuales condiciones de producción, distribución o exhibición, nuevas formas de detenerse frente al mundo: otros tiempos, otras economías, otro cine. Sin duda, la energía de las películas de Nelson Carlo de los Santos — particularmente Cocote (2017) — puede funcionar como un claro precedente. El cuerpo de estas películas, que han quedado al margen de los circuitos comerciales, autorales, y críticos, proviene de universidades y de grandes esfuerzos personales. Frente a la aparente dispersión, podríamos citar, además de las películas anteriores: Jaime Guerra (La París, 2010-2018 y Sonia, 2019), Alfonso Morgan-Terrero (Verde, 2020), Génesis Valenzuela (Canto Errante, 2022), Óscar Chabebe (El K-so Pirin, 2017), Victoria Linares Villegas (Mi Madre Me Tiene Rabia, 2019), Ignacio Alcántara (Clima, 2020), Carlos García (Lo que sueñan los lobos, los corderos del señor, 2020), Eduardo Ceballos (Los Niños de Esta Casa, 2021), Thaís Espaillat (Videopoema 004: algo tendría que estar pasando, 2020), Jeremy García (Y Los Quiero También, 2019), o Freddy Guerrero (Novenario, 2021), Katherine Díaz (La Fiera, 2018) y Tomás Pichardo Espaillat (Olivia y las Nubes, 2024), entre muchas otras.

No será casualidad que, de estos márgenes — de esta orfandad y de esta rabia — sigan surgiendo nuestras películas más radicales, rebeldes, y libres.


Diego CepedaComment