LA MÁQUINA DEL TIEMPO


por Tomás Cruz

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Quería agotar un párrafo introductorio describiendo la pequeña hazaña de sentarse en el sofá y encender el televisor a Netflix, Mubi o tu servicio de streaming favorito y compararlo con la acción de subirnos en el DeLorean de Marty McFly o en la T.A.R.D.I.S de Dr. Who. Pero les daré un viaje al futuro y les cuento: el cine es la máxima autoridad en viajes en el tiempo por su increíble capacidad de moldear la imagen y el sonido para convertirlo en una materia prima que se asemeja al tiempo lo suficiente como para hacernos viajar por él desde la comodidad de nuestros hogares.

IMAGEN Y SONIDO

Los romanos creían que para hablar del tiempo había que hablar de su opuesto: la eternidad. Para muchos, la eternidad la describimos como aquello que perdura más allá del toque del tiempo. Platón decía que la eternidad es una imagen detenida (una especie de fotograma) mientras que el tiempo es la misma imagen, pero móvil (digamos que un total de 24 eternidades puestas seguidas en un lapso de un segundo genera un movimiento); sin dejar de considerar que ambas (eternidad y tiempo) están compuestas de lo mismo: el tiempo. Sin embargo, considero que la imagen en movimiento es una ilusión que no representa a totalidad el flujo del tiempo y su capacidad de escurrirse entre nuestras manos.

El tiempo fluye siempre; quien se haya distraído en algo se habrá fijado cómo avanza sin importarle nadie. Por otro lado, quien haya querido que algo sucediera y lo ve pasar, se dará cuenta de lo rápido que puede irse el momento que esperaban. Vivimos en un momento efímero, constante y cambiante (por más contradictorio que parezca) al que llamamos presente. Y en este, el más mínimo pestañeo lo hace desaparecer. Cuando pausas una película la imagen se queda detenida, congelada, eterna; mientras que el sonido ha desaparecido dando paso al silencio de la sala donde nos encontramos. El sonido pertenece al presente, un presente que es continuo, que no espera a nadie y que toma del futuro para dejar al pasado.

Es decir, el sonido va sucediendo constantemente a través de las bocinas y al momento de ser pausado deja de producirse porque las ondas sonoras dejan de trasladarse en el espacio. Así pues, imagen (eternidad) y sonido (tiempo) componen al cine de su materia prima: tiempo.

viajar por el tiempo

Bazin señalaba famosamente en uno de sus artículos compilados en el libro “¿Qué es el Cine?” que el hombre siempre ha querido encapsular su realidad y su entorno para hacerlo eterno y que el cine es el epítome de esta fantasía, ya que captura lo hasta entonces imposible de capturar: el movimiento y, con él, el tiempo movible. El cine, con esta habilidad, comienza su vida encapsulando movimientos cotidianos en Francia. Eventualmente, captura los sueños de un mago. Hasta que un hombre logra cortar los mejores momentos de la vida de otros y hacer películas.

Surge el montaje, el arte nativo del cine. Tarkovsky lo llamaba “esculpir en el tiempo” porque con ello puede tomar la imagen y el sonido de decenas de horas en unos cuantos minutos que nos llevan a lugares nunca pensados. El montaje dilata y encoge el tiempo en el que transcurren los instantes que componen cada escena. Piensen en la batalla final de El Bueno, el Malo y el Feo: la escena se extiende en miradas por diez quizás quince minutos que en la realidad pudieron ser menos. Pero el montajista y el director querían que sintiéramos la tensión de cada segundo pulsando, cada mirada, cada movimiento un segundo más en el que los personajes se aferraban a ser el sobreviviente de dicha confrontación de pistolas.

Este poder (parecido a los del titán Cronos) el cine lo ha aprovechado al máximo no sólo con presentarnos vidas enteras en el transcurso de dos horas, como es el caso de Moonlight o Boyhood — o, en el caso de Dr. Strangelove o La Soga, mostrar el transcurso de un día o de un par de horas. El cine nos permite transportarnos a tiempos anteriores con sólo presentarnos una colección de eventos que fluyen a través de la pantalla. Con ver una película de época o, de modo más curioso, al ver una película de otro tiempo y ambientada en su presente, tal como una máquina del tiempo, el cine nos permite un viaje al pasado. Esto debido a que, las primeras te permiten ver el pasado con una mirada actual mientras que la segunda te permite ver el pasado a través de las personas que la vivieron. Para mencionar sólo algunos ejemplos: las películas cortas que los hermanos Lumière realizaron para presentar en el Grand Café, las películas bélicas de las 2 guerras mundiales o de las infames como Vietnam (tanto las de ficción como los documentos fílmicos que se grabaron durante ellas), o un buen drama como Paris, Texas o Manhattan. Por otro lado, también por medio de querer adivinar el futuro (uno de los negocios más antiguos de la historia) el cine nos presenta mundos completamente fantásticos o terribles que a la vez son el reflejo de nuestro presente como Blade Runner o 1984.

viajar en el tiempo

Me quiero detener en el ejemplo de La Soga de Alfred Hitchcock porque explora las capacidades que tiene el cine para esculpir en el tiempo. Hitchcock filmó toda la película en un plano secuencia (aunque con cortes invisibles producto de la imposibilidad de un filme kilométrico) permitiendo a los espectadores mantenerse en la acción y ser partícipes del flujo del tiempo de los personajes dentro de la película. Y sin alarde de cortes y montaje de otros planos la película logra mantener un ritmo que a veces hace sentir que el tiempo va muy rápido y otras ralentiza los hechos sin dejar de ser un plano que se mantiene en tiempo real con la acción. Hitchcock nos situó en ese apartamento en donde se había llevado a cabo un asesinato y nos hizo vivir cada segundo junto a los personajes viendo desenvolver la trama con ellos. En otras palabras, el tiempo fluyó por la escena hacia el plano secuencia hasta finalmente, nuestros asientos.

54 años más tarde, y quizás sin intención de opacar a su predecesora, Aleksandr Sokurov filmó en formato digital El Arca Rusa logrando grandes proezas que no vale la pena detallar a plenitud más que en el aspecto de ser un único plano de 95 minutos (en formato digital) cumpliendo con la idea de su antecesor. Como en una de las páginas compiladoras de los ensayos de J. Hoberman se señala: “la toma única de El arca rusa es lo que Tarkovsky habría llamado “impresión del tiempo”” porque no importa por dónde se vea lo que pasa en la película, por más loco que parezca, son 95 minutos y sólo 95 minutos.

Sin embargo, a la vez de dar la impresión del tiempo, su historia es un viaje por el tiempo en retroceso sobre lo que hoy es el Museo Hermitage de San Petersburgo. Mostrando así que no sólo es un plano secuencia que muestra el flujo del tiempo (medido en 95 minutos) sin dilatarlo o encogerlo mediante el montaje, es un regreso en el tiempo (medido en siglos) por los momentos fundamentales de su historia. Como si con cada nuevo presente en la línea narrativa de la película quisieran alejarnos del tiempo presente de nuestros asientos sin apartarnos de la idea de que siguen siendo 95 minutos ininterrumpidos.

El cine ofrece la oportunidad de ver el pasado, de sentirnos parte de él. No como una mera ensoñación o como un apartado antropológico que revisa el pasado de la humanidad, sino como una máquina que nos teletransporta en el tiempo — y no en el espacio — hacia otras eras. A la vez, el cine controla el tiempo. Podrá ser una película de 90 minutos o una de 120 pero en ese lapso vivimos otra vida, somos testigos de la historia de alguien más y nos enriquecemos de ella. Dilata los últimos momentos de una vida como si de un secreto milagro se tratara, acelera con un simple corte acciones largas y tediosas (como bajar las escaleras) sin que la acción deje de ser continua. Esta alquimia que tiene el cine es lo que hace del cine una de las mayores experiencias artísticas y creativas.


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