EL PRESENTE COMO RECUERDO, LA NOSTALGIA POR EL FUTURO Y LA REALIDAD COMO SUEÑO


por Eduardo Ceballos

8e4e1a68cab701a56c726253ccc54789.png

  “No, no, no. These are not memories. This is all real what you see. Every detail, every image, everything is real” - Jonas Mekas. Outtakes from the Life of a Happy Man. 

Hay algo de la idea de la vida eterna después de la muerte que siempre me ha resultado casi ofensivo, indignante, para mí, mientras más lo considero. Me rehuso a creer en este “paraíso” de la verdadera vida, no porque no tenga o no quiera tener supersticiones, sino porque me parece un triste insulto a la única vida que tenemos justo ahora, incuestionable, entre las manos, y tan real como todo lo que podría ser considerado real desde la mentira de nuestros sentidos. Creo que es brutal pensar en que luego de cerrar por última vez los ojos sólo queda un vacío silencioso y eterno de la “no-existencia”. No es una espera eterna, simplemente no es nada, es la “no-experiencia”. Es el más indescriptible de todos los estados, ese de no existir. Pues desde que tenemos memoria (y aún antes de eso) hemos hecho todo lo contrario: viajar a través de un accidentado torrente de experiencias, empujados hacia adelante por una inercia casi inagotable. Casi.  

Aunque mis pocos años aún no logran deshacerse de esa imprudente sensación de inmortalidad con la que crecemos todos, sí le temo al día que me atropelle el infame punto final, y sólo una solución me dejaría satisfecho, además del falso estoicismo con el que acepto la posibilidad de la nada. La reencarnación suena dulcemente alentadora. Por respeto a mi mismo, al YO que escribe esto en este instante, producto de todos los contextos que me conforman, jamás desearía genuinamente vivir mi propia vida desde el principio, aunque mágicamente tuviera la oportunidad de retroceder y empezar de verdad desde cero. Sin embargo, hay algo especial en la idea de que cuando todo termine, naceremos de nuevo, como otro ser humano, que tendrá la oportunidad de experimentar todo por primera vez una vez más, y una vez más y una vez más, de principio a fin, con todos sus dramas, sus triunfos y tragedias contadas. Es un amor inmenso a la locura que es esta experiencia lo que me lleva a desear, no vivir para siempre, pero vivir de nuevo. Y es esto lo que me lleva al tema de este texto, que no es la muerte, o lo que hay más allá, sino ese espacio abstracto en el que nacen y se extinguen al instante todos nuestros momentos en el tan valioso y fugaz “aquí y ahora”. 

Me fijo en las cosas que escribo, y me doy cuenta de cuánto la anécdota, el recuento, el acto de la reconstrucción, protagonizan  mi narrativa y mi discurso. Citando frases de amigos que ellos hayan dicho alguna vez en cualquier conversación al caso, como si fueran personajes de gran importancia, y momentos sacados de una tarde cualquiera como grandes sucesos históricos. Como si de todo eso pudiera verdaderamente sacarse alguna relevancia filosófica escondida. Se puede. Y del acto mismo de rescatar estos sucesos fragmentados también se extraen conclusiones importantes. No sólo en los fantasmas borrosos de nuestra experiencia sino también en esa obsesión casi universal por revivirlos existen pistas de cómo atravesamos y experimentamos el tiempo. 

Esto que les voy a contar era un día cinematográfico, de esos que se convierten en anécdotas temáticas. Mi amigo y yo estábamos arriba en la azotea mientras él fumaba como uno de esos personajes en las películas de la Nouvelle Vague (Más un Jean-Pierre Léaud que un Jean Paul Belmondo)  “A veces no sé cómo algunas personas pueden vivir sobrias toda su vida” me dijo, mientras nos recostábamos del muro mirando hacia abajo. Yo, y otros de mis compañeros habíamos hecho hasta lo imposible para que él y ella pudieran verse esa noche. Borrachos de amor ajeno, esperábamos la llamada de ella diciendo que ya había llegado para bajar a buscarla, y todos celebramos cuando porfin se abrazaron. Yo le regalé los condones. Había más alcohol del que nos convenía y más yerba de la necesaria. Pero el sueño me hizo el favor de evitarme malas decisiones, y me acosté temprano, contento de haber hecho posible un romance. En la mañana, en la misma azotea de la noche anterior, mi amigo me contaba que no recordaba nada, y que fue todo como si ni siquiera hubiese sucedido, y yo me reí por dentro de la constante ironía de los guionistas de la vida.

La verdad es que el tiempo no es sólo una construcción. Los minutos y las horas son inventos humanos, pero el tiempo es una experiencia pura y dura, de dimensiones confusas,  y demasiado abstractas, para lo increíblemente concretas que son sus consecuencias. Teorizar sobre lo que compone lo real y lo que es lo real no nos salvará de ninguna de las reglas con las que atravesamos el existir. Esta “conceptualización humana” que es el tiempo, es una cosa, tal cual, jamás tan tangible como cuando se nos escapa, y solo estamos conscientes de ella mientras sentimos cómo desaparece. A un compañero se le perdió un arete, algo irremplazable porque era como un amuleto para él. Lo buscamos sin encontrarlo durante horas, nos sentamos en el mueble, derrotados por no haberlo hallado, y espontáneamente, sin saber de dónde me salió este pensamiento — le dije “Las memorias van al mismo lugar que los objetos perdidos”. Éste es verdaderamente un amigo especial. Parece vivir casi en su propia dimensión de tiempo y espacio, con una mirada extrañada del presente. “Esto, esto que está sucediendo en este momento, no es más que una memoria, pronto, será un recuerdo, es más, yo no estoy aquí, simplemente estoy recordando esto desde el futuro” Me ha dicho tantas veces, en tantos momentos de esos, cinematográficos, y dignos de ser anécdotas temáticas. Obsesionado con los viajes en el tiempo, se escribe un correo a sí mismo todos los años para mandarlo a una fecha en el futuro, y así al leerlo experimentar la desfasada sensación de hablar consigo mismo en el pasado. Y el que es quizás el más fascinante e irritante de sus hábitos, es dar un pequeño salto durante las fotos grupales justo al momento del *click* para que su rostro quede plasmado borroso e irreconocible en la imagen. Hay algo tan poético como perturbador en esto. Hace de sí mismo un fantasma. El punto es que cuando lo busquen en fotos viejas, no lo encuentren, y se les haga difícil recordarlo. “No recuerdo cómo era”. Un bache, una mancha de la memoria. 

Yo también a veces parezco vivir en mi propia dimensión temporal, extrañamente paralela a esa del “presente como recuerdo”. En momentos en los que se me escurren las horas, sumido en espirales de pensamiento, suele arroparme un sentimiento muy parecido a la nostalgia. Es un anhelo muy fuerte, y logro ver en mi mente rafagazos de eso que deseo  tan intensamente. Imágenes, formas, voces y personas. Se construyen momentos ante mí que no me pertenecen y que nunca lo hicieron, porque no es en el pasado que busco. Meto la mano desesperado en la neblina brumosa del futuro, logro apartarla un segundo y discierno siluetas a lo lejos que vuelven a ser engullidas para siempre en la incertidumbre. A veces no son imágenes, ni voces ni personas, a veces es sólo la noción de ese tiempo que aún no existe, que me hala como de un hilo amarrado directamente al corazón, y ya no es un anhelo por algo, sino puramente anhelo. 

Si algo en común tienen estos dos estados del alma, el que vive el presente como un recuerdo, y el que siente gran nostalgia por el futuro, es que están ambos dislocados del verdadero tiempo. El momento fluye imparable en el torrente, y en “pensar” el momento, en distanciarse para observarlo como algo separado de la experiencia concreta, nos desfasamos, y por ese instante es como no existir. Tomaré prestadas las ideas de alguien que veo con cierta admiración para reformular a Descartes. “Pienso, luego existo” es una frase producto de su época, una en el que las personas ponían una confianza divina sobre la intelectualidad y los procesos de racionalización, pero la mente no se separa del cuerpo, no en realidad. Existir no es un proceso lógico, sino sensorial, estamos presentes sólo cuando nos atraviesa la experiencia. “Siento, luego existo” es más apropiado. 

La temporalidad como la percibimos es la conjugación de la mente y el cuerpo. Si fuéramos sólo consciencia flotáramos en eternidad. El tiempo es mágico en su fragilidad, por la manera en la que se ficcionaliza en nuestras memorias, nos atraviesa y se escapa en nuestros presentes, y se dibuja a lo lejos como pequeñas siluetas en el futuro. En uno de mis momentos más lúcidos, miré hacia el balcón en la noche, y vi a mis amigos conversar, levanté mi mano y sentí como físicamente algo se escurría, pasaba con fuerza entre mis dedos como un vendaval, pero era espeso y cálido, y me invadió una felicidad casi sobrenatural, porque supe que estaba presente de testigo viendo el tiempo escaparse, y me dije a mí mismo “esto es real, es real porque se acaba, porque termina, porque sucede”.

Segismundo, en “La vida es Sueño” toma una decisión que lo hace especial para mí, y me permite respetarlo más que a Hamlet. Él teme estar dormido y que esta vida que siente, que percibe, no sea más que una ilusión, teme quizás aún más la posibilidad de despertar y que ese sea el fin de este sueño. Y teme, claro, la idea de que si esto es un sueño, no tiene idea de lo que se pueda encontrar al otro lado una vez despierte. Pero confronta ese temor dándose cuenta de que no sabrá si duerme hasta que despierte, y mientras no despierte este sueño es lo real. Su decisión es actuar, apropiarse de su experiencia sin desperdiciar una sola acción. Así sabe que no se arrepentirá de nada el día que le toque despertar.