REBECCA Y SU INQUILINA

Rebecca (A. Hitchcock, 1940)


por Julia Scrive-Loyer

Screen Shot 2020-08-12 at 12.01.11 AM.png

Lo primero que ha de decirse sobre Rebecca es que es una película de grandes narices. Eso puede parecerle superficial a algunos, incluso ridículo. Pero está lejos de ser un chiste. No recuerdo a qué tiempos remonta mi amor por las narices, pero ese detalle — de forma y tamaños variados — que emerge, victorioso, decidido, del rostro de las personas, siempre ha sido para mí una especie de imán — o incluso una brújula. Por lo tanto, es normal que me tome el tiempo de celebrarle a una película como ésta su excelente variedad de narices. Se puede decir mucho de una persona a través de este elemento fisionómico, y cada uno de estos personajes sería distinto si Hitchcock y Selznick hubiesen elegido otras narices para guiarnos por la trama. Tal vez este primer párrafo sea una consecuencia de la cuarentena, o tal vez se deba a que no sé de qué otra forma empezar este texto. En cualquier caso, no me arrepiento de haber dado mi opinión al respecto.

De las películas que me faltaban por ver de Hitchcock, ésta era la que tenía más pendiente — y la espera valió la pena. Rebecca, con sus tensos 130 minutos de película, me dejó patidifusa a la hora y media, cuando Hitchcock te tira un plot twist inesperado, pero que hace tanto sentido que no pude evitar sentirme como una niña ilusa. Pero claro, cómo no iba a sentirme como una niña ilusa si justamente Hitchcock cuenta la historia enteramente a través de la anónima segunda Mrs. de Winter (Joan Fontaine), torpe, tímida, minúscula dentro de la enorme mansión de Manderley y absolutamente devota a Maxim (Laurence Olivier). No he leído el libro de Daphne du Maurier, pero según entendí, la historia también se cuenta en primera persona. Novela gótica, sí, pero que asocio sobre todo con lo que aprendí en mis clases de literatura: el romanticismo y el cuento fantástico del siglo XIX. No conozco profundamente los aspectos de la ficción gótica, pero tengo entendido que la arquitectura es una parte fundamental del género, así como la noche. Y efectivamente, aunque recuerdo muchas escenas de la película de día, la sensación que me queda es que es una película que sucede de noche, en la oscuridad. Poco importa que afuera el sol ilumine — en el sentido literal, pero también en su sentido figurado —, si nuestra narradora está tan perdida y desconcertada como cuando se entra a una habitación en penumbra y tanteamos a ciegas hasta que nuestros ojos se acostumbren a la oscuridad.

Por eso me quiero volver a detener en el hecho de que esté contada desde el punto de vista de la segunda Mrs. de Winter. En los relatos fantásticos del siglo XIX, el uso de la primera persona era fundamental al elemento del terror. Si lo contara un narrador omnisciente, no habría confusión alguna. Pero al ser la persona que vivió los hechos la que nos cuenta la historia, podemos preguntarnos qué tan confiable es ese narrador, cuánto realmente entiende de lo que relata, ¿lo está recordando bien? ¿Realmente está viendo las cosas que está viendo? Sin embargo, poco importan los hechos — lo que importa está pasando dentro del personaje. Cómo asimilan esos hechos, qué emociones le provocan, qué sentimientos le despiertan, qué fragmento del pasado lo persigue y qué le develará el futuro. De ahí la empatía, nuestro miedo a que sigan avanzando, pero nuestra necesidad egoísta de que sigan avanzando para descubrir lo que sucede. Con esto obviamente ya no estoy hablando solamente del relato fantástico del siglo XIX, supongo que de alguna forma estoy hablando de todo tipo de relato — o por lo menos de muchos. Y de nuestra función como espectadores y lectores.

La novela de Miss du Maurier’s es un libro narrado por un “yo”, la historia siendo narrada por la segunda, desgraciada Mrs. de Winter. Hitchcock también hace la película en primera persona, para que las torpezas de la frágil y joven heroína, sus miedos, sus lágrimas, nos parezcan tontas sólo en un inicio, y eventualmente nos torturen a nosotros también.
— Frank S. Nugent para el New York Times (1940)

La arquitectura es importante en la ficción gótica; mansiones, castillos y catedrales que esconden oscuros secretos. Sin embargo, Manderley como tal, su interior, no refleja en nada las emociones de la segunda Mrs. de Winter — aunque obviamente el peso de la casa sí se refleje en ella. Nos cuesta imaginarnos incluso en qué Manderley refleja las emociones de la primera Mrs. de Winter, Rebecca — hasta que descubrimos su habitación, bajo la guía de la devota Mrs. Danvers, y ahí vemos por primera vez en ese lujoso esqueleto una habitación que nos muestra lo que fue un ser humano. Los ventanales, las cortinas que se mueven como espuma, los muebles, el peine, la ropa interior, todo nos grita “¡Vida! ¡Vida, al fin!” pero es a través de una muerta, y de la guardiana de la memoria de aquella muerta. Sin embargo, más allá de la casa, afuera, ahí o en Italia — donde se conocen Maxim y su futura esposa —, la naturaleza nos refleja los estados del alma de los personajes. Y ahí es donde me remito al Romanticismo: el mar turbulento bajo la mirada de Maxim; el paisaje idílico por el que la segunda Mrs. de Winter se pasea en uno de los únicos momentos de felicidad de la película; y la niebla en aquella noche oscura, humillante para el personaje de Fontaine, confusa — en ese momento específico —, pero que pronto se verá despejada, sumiendo al espectador en una oscuridad real — aunque irónicamente se nos ilumine la trama, y se le ilumine el rostro a la segunda Mrs. de Winter.

La niebla sobre la segunda Mrs. de Winter es doble, ya que no sólo vive con el peso del fantasma de Rebecca, la primera, gloriosa, carismática y adorada — por algunos — primera Mrs. de Winter. Si no que también vive bajo el manto de lo que Maxim quiere que sea — es decir, todo lo contrario a Rebecca. Y ahora que lo escribo, me doy cuenta de que es realmente magnífico — y trágico, claro está, pero magnífico en cuanto a construcción; a una mujer que siempre ha sido la asistente, el anexo de otra persona, de repente le piden que sea alguien, que sea dueña, pero al mismo le están pidiendo que sea todo lo contrario. Mrs. Danvers la obliga a no existir en absoluto, y Maxim le ruega que se quede para siempre estancada en la imagen perfecta que le conviene a él — “que nunca cumpla 36 años”. Esta frase se la dice él antes de casarse. Repito: antes de casarse. Ella, incapaz de ser otra cosa más que ella, no logra ser ni una cosa ni la otra, demasiado ansiosa por complacer, demasiado enamorada, tan enamorada que aceptaría ser una simple “compañera” de Maxim, y peor aun, la cómplice de su crimen. Pero los miedos de macho de Maxim no van a desaparecer nunca, sobre todo ahora que su segundo intento de esposa perdió esa “cualidad infantil” en la mirada que él tanto anhelaba, ese aire de niña ingenua. Sin embargo, todo el rato que Fontaine sí lo tuvo — durante hora y media de película, no recuerdo ahora mismo cuánto tiempo pasa en el relato —, tampoco le sirve de mucho en su relación.

Al parecer es incapaz de amar a su nueva esposa cuando vuelven a Manderley, donde se vuelve cada vez más distante y frío. Ni siquiera se percata de los intentos de su esposa de hacerse más glamorosa (...).
— LES FABIAN BRATHWAITE para Indiewire (2014)

Esta situación nos deja muchas preguntas a lo largo de la película sobre por qué Maxim se casa con Fontaine en primer lugar, si la abandona emocionalmente una vez llegan a la casa. Pensando al personaje en el marco de la doble pregunta clásica “qué quiere, qué necesita”, Fontaine no parece encajar en ninguna parte de esa ecuación. Podemos imaginarnos mil maneras en las que ella podría ayudarlo a quitarle ese peso de encima — lo vemos claramente en ella, en su afán por complacerlo. Tiene la mirada infantil que él tanto parece necesitar, pero mientras Mrs. Danvers se esfuerza cada segundo del día en anular a la segunda Mrs. de Winter, Maxim no tiene ni que intentarlo. Basta con ni siquiera otorgarle una mirada.

Los románticos verán a Max de Winter como alguien atormentado por su pasado; los realistas lo verán como alguien poseído sólo por su incapacidad de controlar su pasado, posándose sobre la torpe (y anónima) Fontaine, que no le dará ningún problema.
— Michael Hann para The Guardian (2012)

Y de hecho no le da ningún problema. Al contrario. La devoción de Fontaine por Olivier es casi tan perturbadora como la devoción que Mrs. Danvers siente por Rebecca. El personaje de Fontaine siente alivio cuando se entera de que Maxim (piensa que) mató a Rebecca, porque eso significa que nunca la amó — él mismo se lo dice —, y con eso lo digo todo. Efectivamente se quita un lastre de encima: es innecesario que intente ser Rebecca, pero se encadena a una relación evidentemente tóxica y de poco futuro.

En Rebecca, Hitchcock logra terminar de aterrizar sus temas recurrentes: la necesidad masculina de dominar, controlar y (de ser necesario) castigar a las mujeres; el miedo a las mujeres poderosas, específicamente las que afirmen su libertad sexual, por lo que, en gran parte el hombre (en su posición de vulnerabilidad dominante, o dominante vulnerabilidad) no puede tolerar que otro hombre pueda ser “mejor” que él.
— Robin Wood (2001)
Screen Shot 2020-08-11 at 11.44.48 PM.png

Al final de la película, queda saber si realmente los fantasmas se esfumaron junto con Manderley. Por eso es que muchas personas han visto a Rebecca como la verdadera heroína, la que logró vivir su vida como quiso, y murió “accidentalmente” siendo libre. En la novela, Maxim sí mataba a Rebecca, pero el famoso Código de Producción de Hollywood, necesitaba que fuera un accidente, porque si no Maxim hubiese tenido que pagar sí o sí por su crimen. Mrs. Danvers se va con Rebecca al final de la película — ya que muchos dicen que la tensión lésbica entre ambas mujeres es de lo más descabellado que dejó pasar el Código en aquella época. De alguna manera, ella también decidió liberarse quemándolo todo, y sin quererlo, tal vez liberó a todos los demás del fantasma de Rebecca. Pero la cárcel de donde la segunda Mrs. de Winter pensó escaparse, no hace más que extenderse, más allá de la pantalla, y una vez la pantalla se va a negro nos quedamos a oscuras, otra vez.

Quiero terminar proponiéndoles una doble tanda: Rebecca y The Tenant de Polanski. The Tenant es probablemente una de las películas más vertiginosas que he visto en mi vida, dejándome con un miedo profundo e insacudible después de cada visionado (de hecho la última vez que la vi en pantalla grande tuve que salirme de la sala). No pude evitar pensar en ella ahora que preparaba este texto. Aunque el personaje de Polanski sí tenga nombre en The Tenant, ese nombre, esa identidad, significa poco para los que lo rodean e intentan hacerle creer que él es en realidad Simone Choule, la mujer que vivía anteriormente en el apartamento que está alquilando, y que se tiró por el balcón. Aquí de nuevo el espacio es una cárcel, una cárcel que anula la posibilidad de identificarse con uno mismo. Y lo más escalofriante es que ambos personajes llegaron ahí por voluntad propia.


Julia Scrive-LoyerComment