En defensa de la verdad Rohmeriana

por Julia Scrive-Loyer

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Este texto fue escrito en el marco del taller de crítica de Otros Cines, y fue revisado y editado por Diego Batlle. Para leer otros de los hermosos textos escritos en el taller, denle click aquí.

En mi cabeza Eric Rohmer siempre tuvo cara de viejito. Pero siento que su visión sobre los conflictos existenciales y amorosos del ser humano nunca envejecieron; al contrario, se fueron adaptando al contexto específico que imponía cada década. Rohmer me acompaña desde mi adolescencia y no creo que tenga que ver con un esnobismo de mi parte, sino con que sentía que sus personajes se hacían preguntas que yo también me estaba haciendo sobre el amor y la amistad.

Sin embargo, encuentro a veces en otros un prejuicio hacia él y, aunque todo en esta vida es cuestión de gustos, tengo la teoría de que algunos de los que sienten que Rohmer es cuadrado o difícil de ver no le han dado realmente un chance. Por un lado, Rohmer nos cuenta cuentos, y ese es un formato al que estamos familiarizados desde nuestra más tierna infancia; por otro lado, por debajo de ese armado perfecto del cuento, están corriendo todas las complejas dudas e indecisiones del ser humano. Es loco como el naturalismo nos parece a veces más impuesto que la fantasía, más armado. Pero el mundo de la ficción no es un retrato verídico del mundo en el que vivimos; cuando está bien construido, es verosímil con el mundo creado, como decía Aristóteles, al que he tenido que aprender a querer. El cine de Rohmer puede parecer teatral y verborreíco, pero nunca deja de destilar una verdad, y es esa verdad la que quiero defender en este texto.

Efectivamente, el cine de Rohmer es un cine hablado. La acción pasa principalmente por la palabra, salpimentada de caminatas a veces solitarias, planos/retratos del entorno — con extras que muchas veces no son extras en el sentido técnico de la palabra, sino transeúntes naturales del lugar que se filma, playas, calles, ríos, ciudades satélites, en un dispositivo casi documental —, y sus icónicas viñetas de espacios “vacíos” en los apartamentos y casas de los personajes.

Es cierto que muchas veces los diálogos de Rohmer pueden ser catalogados de “intelectuales”, y me pregunto si se catalogan así porque los personajes teorizan sobre sus sentimientos o porque algunos, en algunas películas, lo hacen sacándose de la manga una que otra referencia bibliográfica. Esto último se hace muy evidente en una película como Ma Nuit Chez Maud (Mi noche con Maud), o aparece a pinceladas en Le Genou de Claire (La rodilla de Clara) y La Colectionneuse (La coleccionista). Sin embargo, contrario a películas o series en las que los personajes no hablan acorde a su construcción, hay una verosimilitud en los diálogos rohmerianos: el protagonista de Ma Nuit Chez Maud teoriza desde su catolicismo y su amigo teoriza desde su racionalismo matemático de profesor de universidad, mientras que Maud está más bien en el terreno de la provocación a través de la palabra. Y dentro de ese mismo sentido de verosimilitud, está el hecho de que si todos sus personajes hablan mucho y lo debaten todo es también tan sencillamente porque son franceses. Con esto no estoy en absoluto intentando hacer un comentario chauvinista, sólo señalo, como francesa, que mis compatriotas encuentran cierto gusto en complicarlo todo. La educación francesa es de por sí tan cartesiana como esquizofrénica: una estructura del pensamiento que dialoga consigo misma, argumento contrargumento, argumento contrargumento, argumento contrargumento. La consciencia perpetua de un lado y otro del debate, cohabitando en uno. Pero esta explicación del torrente verbal rohmeriano me parece la menos relevante para lo que es su cine, y la expongo únicamente para subrayar su verosimilitud. Aunque lo verosímil no exonera necesariamente lo gratuito, y lo que me interesa demostrar es que el diálogo rohmeriano no es pura verborrea.

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Le resultaría descabellado a cualquiera saber que Rohmer afirmaba que los cineastas de la Nouvelle Vague eran cineastas silentes, formados por el cine mudo que veían en la Cinemateca Francesa. Rohmer pone como ejemplo su uso de los intertítulos, que Jean-Luc Godard utilizó tal vez de manera más rebelde, intrínsecamente ligada a su uso del montaje como creador de sentido en el hueco que hay entre corte y corte. Rohmer hizo un uso mucho más simple pero igual de icónico en su filmografía: los intertítulos estaban ahí para marcar el paso del tiempo. Ya hablaremos más adelante de la importancia del tiempo en las tramas rohmerianas. Sin embargo, una cosa es segura, estos intertítulos pueden parecernos un argumento muy ínfimo de parte de Rohmer, un guiño a sus orígenes cinéfilos más que otra cosa. Pero así como el cine mudo no era realmente silente — un ejemplo clarísimo de esto es en The Iron Horse (1924), de John Ford, donde nos muestra un plano detalle de un pie pisando una rama en un momento en el que lo último que queremos que suceda es que el personaje haga ruido, haciendo entonces que esa rama muda suene más alto que cualquier rama que hayamos escuchado en la vida — el cine hablado de Rohmer también es un cine del “silencio”, un cine de los gestos y de las acciones que ocurren entre las palabras. De manera más evidente está el tiempo que le otorga a esos planos de apartamentos y del entorno, muchas veces a modo de transición, y algunos inicios de sus películas como en Conte d’Été (Cuento de verano) —posiblemente una de sus películas más habladas— que empieza con una larga secuencia no dialogada en la que nos deja empaparnos de los sonidos del verano en la costa bretona. Esto es lo que hace también que Rohmer rara vez use música extra-diegética en sus películas, ya que considera que los diálogos y el sonido directo del ambiente no le dejan espacio a la música.

Pero hablemos de los diálogos. Los personajes mienten. Es inevitable. Si hay algo fundamental en los personajes de Rohmer es la distancia entre lo que dicen y lo que hacen. Delphine puede repetir una y mil veces al inicio de Le Rayon Vert (El rayo verde) que no está deprimida, pero la vemos deambular sin rumbo insatisfecha con todo lugar al que llega; Léa en L’Ami de Mon Amie (El amigo de mi amiga) puede jurar que ella nunca da el primer paso hacia un hombre cuando la vemos hacer todo lo contrario, y su amiga Blanche puede decir que nunca se metería con el novio de su amiga hasta que eventualmente lo termina haciendo; Gaspard en Conte d’Été puede avisar mil veces cómo pretende lidiar con una situación, igual lo seguimos viendo sucumbir constantemente a las circunstancias. La acción pasa por la palabra justamente porque la palabra se ve contradicha por la acción, y esa distancia entre ambas termina siendo casi cruel con los personajes retratados por Rohmer, en toda su ligereza y días soleados.

No hay necesariamente una voluntad discursiva en sus películas. Lo importante no es el mensaje, sino el relato, incluso en sus Comedias y Proverbios, los proverbios que utiliza parecen más un punto de partida para contarnos un cuento, que la finalidad misma del autor. Con esto quiero decir que los diálogos rohmerianos no están necesariamente vehiculizando un discurso suyo sino el discurso de sus personajes. El diálogo es acción porque no es nada sin las acciones que lo acompañan, lo contradicen, o lo confirman. Pero también porque los diálogos incitan a la acción, como el ejemplo que puse de Ma Nuit Chez Maud, o la dolorosa conversación en Le Rayon Vert en la que una amiga de Delphine le implora con cierto veneno que haga algo para salir de la depresión. Así como los intertítulos godardianos cobran significado en el espacio entre ellos y la imagen, los diálogos rohmerianos cobran significado en ese abismo que hay entre la palabra y la acción.

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Creo que uno de los secretos de la sencillez rohmeriana está en cómo aprovecha el tiempo y el espacio como recurso narrativo para que dentro de ese marco definido suceda una historia. Esto se evidencia no solamente en sus películas de las cuatro estaciones, sino también en sus Comedias y Proverbios. En Conte d’Été, el tiempo juega por ejemplo un papel esencial en el conflicto de la película, y afecta también el ritmo de la trama. Tenemos en un inicio el tiempo de la espera de Gaspard en lo que llega su novia Léna, en el que pasa los días conversando con Margot (el tiempo de esas conversaciones, que se enlazan a veces por montaje, nos está sugiriendo justamente la existencia de ese tiempo). Una vez Gaspard se empata con Solène, el tiempo empieza a acelerarse, hasta volverse casi insostenible tras la llegada de Léna. El tiempo de todos los personajes es finito, es decir, no tienen todo el tiempo del mundo: tienen el tiempo de las vacaciones, ya sea de que se terminen, como en el caso de Gaspard, o de que empiecen, en el caso de Margot.

Este tiempo definido tiene una importancia dramática, una urgencia que se va perfilando como un cuello de botella. Tal vez justamente por estas posibilidades dramáticas Rohmer se refugió tanto en el verano a la hora de construir sus relatos. Porque el verano no es solamente un tiempo sino también un espacio, ya sea ajeno o propio. El tiempo del verano es urgente porque al final uno tendrá que irse, o porque volverá alguien que se fue, como es el caso de L’Ami de mon Amie, donde el romance entre Blanche y Fabien sólo es posible una vez Léa se va de vacaciones. Y luego tenemos el caso de Le Rayon Vert, donde el tiempo es uno, pero los espacios son múltiples, ya que Delphine busca desesperadamente un lugar donde se sienta feliz para pasar el verano, cuyo final se acerca de manera impiadosa. El espacio que importa en Le Rayon Vert no es el externo —que finalmente le transmite lo mismo al personaje donde sea que se encuentre—, sino el espacio interno de Delphine, cómo se siente ella dentro de ella misma. Si se hubiese sentido bien, no le hubiese hecho falta viajar tanto, porque lo que parece tener ella es un caso Groucho Marxista de no querer ser parte de un club que la tenga a ella como miembro. Pero también hay casos donde lo que pesa en la trama no es el tiempo sino el espacio, y en esos casos Rohmer se despide del verano, como en Les Nuits de la Pleine Lune (Las noches de la luna llena). Ahí, la existencia de dos espacios —los suburbios y el centro de París— es la que detona el conflicto. A veces, el tiempo o el espacio determinados por Rohmer empiezan siendo una zona de seguridad para los personajes, hasta que eventualmente se convierten en la fuente del conflicto. Para usar los mismos ejemplos que usé anteriormente, Gaspard en un inicio cree tener tiempo para hacer lo que necesita hacer, hasta que el tiempo y el espacio compartido entre tres mujeres se vuelve insoportable; Blanche se siente bien viviendo a las afueras de París hasta que el diminuto tamaño del lugar hace que le sea imposible evitar a Fabien; Delphine en un principio se siente ilusionada con la llegada del verano, hasta que éste se vuelve laberíntico; Louise piensa que lo único que puede salvar su relación es tener un espacio propio en París, hasta que esa distancia permite que su novio se enamore de otra chica.

Quiero apuntar dos cosas más del tiempo rohmeriano antes de pasar al siguiente punto. Las películas que he ido mencionando se desarrollan en varios días, semanas y a veces meses. Sin embargo, Rohmer usa muy pocas elipsis demasiado drásticas — sólo cuando los personajes la necesitan para concluir o presentar su historia, como es el caso del inicio de Conte d’hiver (Cuento de Invierno) en el que lo que Rohmer nos quiere contar parece necesitar de esa introducción para crear un contraste con lo que viene después. O en Ma Nuit Chez Maud, en la que esa elipsis a cinco años más tarde nos termina de dar una clave de la trama. Sin embargo, antes de esta elipsis, Ma Nuit Chez Maud tiene también otra estructura temporal, la de las historias que pasan en un sólo día. Rohmer no hizo un uso recurrente de este recurso, porque como hemos visto, sus tramas en general se complejizan con el paso del tiempo. Pero lo utilizó también en La Femme de l’Aviateur (La mujer del aviador). Sin embargo, en ambos casos, Rohmer no nos está contando una vida en un día — como suele suceder en películas de este tipo —, sino que nos retrata “sencillamente” un momento en la vida de estos personajes. Luego hablaremos más de esto.

Hablo tanto del tiempo y del espacio para llegar al teatro y al cuento. Rohmer decía que el cine es “el arte que menos puede alimentarse de sí mismo”. Aunque se podría ahondar en esa frase en la era post-moderna, es cierto que la multiplicidad técnica del cine — imagen, sonido, narrativa — hacen que sea casi inevitable que se nutra de otras artes. Aunque la literatura y el teatro sean otras artes narrativas, es evidente cómo ambas conformaron el cine de Rohmer. Así como su interés por el espacio y la arquitectura están también presentes en su obra. Con respecto al cuento, su relación se evidencia no solamente en los títulos de sus películas, sino en una entrevista en la que le preguntaron cómo llamaría al conjunto de su obra y él responde “los cuentos de Eric Rohmer”. De hecho, prácticamente todas sus películas fueron primero escritas por él mismo como cuentos, antes de adaptarlas a guion. El concepto de “cuento”, en francés, está generalmente asociado al cuento fantástico — la palabra “nouvelle” siendo la adecuada para los relatos realistas. Sin embargo Rohmer usó la palabra “conte” tanto en sus películas como en la entrevista que mencioné, aunque sea inusual encontrar algo fantástico en sus películas, salvo en Le Rayon Vert, con la presencia ominosa de los naipes que Delphine se encuentra en la calle y el rayo verde del final, el efecto de la luna llena en Les Nuits de la Pleine Lune, o en los deus ex machina de Conte d’Été y Conte d’Hiver que son tan oportunos que podría costarnos creérnoslos.

El resto de la obra rohmeriana, incluyendo las películas que mencioné y exceptuando sus películas de época, están ancladas en la realidad contemporánea a la fecha en que se filmaron. Sin embargo, no deja de hacerme sentido esto del cuento. Hay algo en esa sencillez, en esa transparencia del relato, en su duración… Había una vez un chico que esperaba a su novia en una playa bretona. Había una vez una chica que se sentía atascada en las afueras de la ciudad. Cuando vemos una película de Rohmer, podemos casi siempre tener la certeza de que cuando lleguemos al último minuto tendremos una conclusión al cuento — y no a la vida del personaje, porque ambas cosas no son lo mismo, y eso, tan sencillo, es una de las cualidades más admirables de Rohmer: saber dónde termina el cuento y dónde sigue la vida. Sin embargo, esto no es difícil cuando uno se plantea una película cómo él se la plantea: tenemos a un protagonista con ciertas características instrumentales para la trama, un conflicto que el mismo personaje verbaliza a través del diálogo, un tiempo y un espacio definido, y una serie de personajes que sirven de ayudantes, obstáculo, y objeto del deseo. No se puede ser más clásico y transparente. A eso se le añaden las moralejas de Comedias y Proverbios que, como ya dije, me parecen más un punto de partida para el relato que un discurso real del autor. Para terminar con el cuento, los cuentos en el sentido francés de la palabra son usualmente fáciles y agradables de leer, ya que están escritos para niños. Las películas de Rohmer podrán ser para adultos, pero eso no quita que sean agradables; ningún conflicto es de vida o muerte, gran parte de su filmografía está repleta de días soleados, y muy honestamente, muchas se podrían catalogar como comedias románticas donde dudo que se hable más que en películas como When Harry Met Sally o Annie Hall. Y de paso, casi siempre tienen un final feliz, aunque ese final feliz quizás suceda más allá de la pantalla.

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Pero, claro, está el aspecto teatral, y eso muchas veces puede desesperar a ciertos espectadores. De un punto de vista estructural, podría mencionar las características que ya enumeré cuando hablaba del cuento, enfatizando en el manejo del tiempo y el uso del diálogo para verbalizar casi toda la trama. Pero a eso también se le añade el quid pro quo, o malentendido, que Rohmer usa tanto de manera visual como verbal, a veces en el medio de la película para marcar el conflicto —en Les Nuits de la Pleine Lune, Louise piensa que su novio está saliendo con una de sus amigas, o en Pauline à la Plage, Pauline piensa que su amor de verano se empató con otra chica—, casi al inicio para sembrar la expectativa de una revelación —en Conte d’Automne (Cuento de otoño), Rosine e Isabelle ambas seducen a hombres escondiéndoles que lo que quieren es presentarles a otra amiga—, al final para facilitar la resolución —como el final de L’Ami de mon Amie que nunca falla en hacerme reír—, o como un simple episodio cómico en 4 Aventures de Reinette et Mirabelle. Este uso del quid pro quo dialoga no solamente con el teatro en general, sino en particular con las comedias de amor y las comedias morales del clasicismo francés, con autores como Beaumarchais y Marivaux. Quiero centrarme sobre todo en éste último que me parece fundamental para la obra de Rohmer — y que me excuse, ya que según él no le gustaba. El diálogo rohmeriano que tanto detestan algunos puede ser tan polémico como lo fue el diálogo de Marivaux, cuyo estilo tan particular para la época hizo que le acuñaran su propio término: el marivaudage. Claude Prosper Jolyot Crébillo lo describe de una manera que nos sonará familiar: “los personajes de Marivaux no solamente se dicen entre ellos y al lector todo lo que piensan, sino todo lo que quisieran pensar que piensan”. El marivaudage implica también un uso específico y complejo del lenguaje, pero eso no lo considero relevante al diálogo rohmeriano, aunque es cierto que los personajes de Rohmer no siempre hablan como habla “la gente” — salvo algunas excepciones, sus entonaciones y su sintaxis son siempre claras, algo que de por sí también nos puede hacer pensar en el teatro, ya que de hecho muchos de sus actores fetiches empezaron ahí. Esta claridad del lenguaje dialoga a su vez con la sencillez del plano: los personajes rara vez le dan la espalda a la cámara, hablándole directamente al espectador.

Ahora bien, ¿cómo se relaciona todo esto con la verdad rohmeriana? Todo lo que describí anteriormente —la determinación de un tiempo y un espacio, el uso de los recursos narrativos del cuento y del teatro— puede parecer una especie de cárcel narrativa donde acorralar las historias. Y sin embargo, al tener tantas cosas definidas, el relato se hace más transparente, diáfano, los personajes pueden desarrollarse más libremente porque todo lo que los rodea ya está claro.

Precisamente, terminemos hablando de los personajes. Ya he ido introduciendo lo que quiero decir en este punto a lo largo del texto. Los personajes rohmerianos me parecen la piedra de toque de la verdad en sus películas. Como guionista, lo que más disfruto es construir personajes y permitirles que me guíen por el relato. Sin embargo para eso hay que haber conversado mucho con ellos y tenerles mucha confianza. Así como Rohmer podía pasarse dos años conversando con sus actores y ensayando diálogos para llegar al rodaje y dejarlos ser, también definió un conflicto, un tiempo, un espacio y una serie de características para luego crear un camino donde el personaje pudiera moverse con una aparente libertad. Y esa libertad radica en lo que hablábamos algunos párrafos atrás, en que Rohmer no les pone encima el peso de una vida, sino que los enfrenta a un momento que luego, más allá de la pantalla, los empujará hacia un camino u otro. Al final de Les Nuits de la Pleine Lune, Louise se aleja de la cámara dejando atrás una casa y un recién ex-novio — su cuento termina ahí, la consecuencia de las decisiones que tomó a lo largo de la película. Sin embargo, al alejarse nos está diciendo que su vida sigue, el movimiento perdura, el barco en el que va Gaspard se aleja dejando atrás a Margot y al lío enorme en el que se había metido, pero se dirige hacia la posibilidad de grabar un disco, y si miramos a un lado, Pauline y Marion se despiden de sus vacaciones pero cargan consigo nuevas lecciones del amor que probablemente apliquen en el futuro, o no. Para poner un ejemplo contemporáneo, podemos pensar en cómo el personaje de Phoebe Waller-Bridge se aleja de la cámara al final de Fleabag, como diciéndonos que ya no hace falta que la acompañemos, que ahora le toca vivir, y a nosotros también. Ahí está el valor del cuento, pero es ahí también donde lo supera, porque al contrario de los cuentos, los personajes de Rohmer no son meros arquetipos, aunque podamos reconocer a la novia indecisa, al novio inconsistente o posesivo, al amigo intelectual, a la amiga brutalmente honesta, a la adolescente madura, a la amante entrometida, a los conversadores, a los observadores, a los seductores… El ejercicio de la palabra los saca precisamente del terreno común, y los hace cuestionarse, contradecirse, equivocarse, arrepentirse — y la presencia del conflicto los hace tener que decidir si van a seguir siendo fieles a su arquetipo o si van poder, o incluso querer, cambiar. “El hombre está condenado a ser libre” decía Sartre, y efectivamente ese peso de las decisiones tomadas es crucial en muchas películas de Rohmer, aunque la mayoría de sus personajes salgan ilesos. Ahí radica su condición humana, a pesar de todo lo teatral o literario que Rohmer les ponga encima.

Ahora bien, hay otra cosa que me parece maravillosa de los personajes rohmerianos, y es lo antipáticos que nos pueden parecer. Más allá de la crueldad que Rohmer es capaz de mostrar hacia ellos ya sea a través de la ironía dramática o haciéndolos contradecirse en sus diálogos, hay veces que los personajes de Rohmer nos caen francamente mal y, sin embargo, se nos hace difícil dejar de quererlos. Blanche en L’Ami de mon Amie tiene momentos en los que a uno le dan ganas de darle bofetadas, pero al mismo tiempo no puedo dejar de entender su insoportable inseguridad porque la reconozco en mí; Marion en Pauline à la Plage nos da vergüenza ajena cada vez que abre la boca para hablar de amor, y sin embargo nos duele cuando nos enteramos de que Henri la está engañando; la ineptitud de Gaspard nos desespera, pero al mismo tiempo de verdad queremos que salga del lío en el que se metió y respiramos tranquilos una vez lo logra. Y sólo estoy mencionando tres, pero están en todas las películas. En general nos sacan de quicio como pueden hacerlo nuestros amigos, a quienes queremos igual con todas sus imperfecciones. Hay algo tan genuino y liberador en los personajes imperfectos, el puente entre uno y ellos es mucho más seguro, porque al contrario del amor en Rayuela, ese puente sí se sostiene de ambos lados. Y con esto no estoy diciendo que Rohmer tenga el monopolio de los personajes imperfectos, sino que todos sus personajes lo son. Él les dio la libertad de serlo, los anima incluso a serlo, porque sin eso no habría historia. Quiero detenerme en un personaje en particular, porque por mucho tiempo fue el personaje que más odié de todas las películas de Rohmer, y recientemente se convirtió en el que más quiero: Delphine en Le Rayon Vert. Ya hablé de ella, la que deambula indecisa casi por toda Francia intentando encontrar un lugar donde sentirse feliz, pero el problema es que no se siente feliz con ella misma. No sé cuántas veces he visto esa película, ya perdí la cuenta con la mayoría de las de Rohmer, pero todas las veces que la vi, Delphine me desesperaba profundamente. Sin embargo, la seguía viendo porque tiene algunas de las escenas más potentes en su filmografía. Y de repente cuando la volví a ver hace dos años, la vida me había hecho comprender a ese personaje y empaticé con ella por primera vez. Porque aunque cada vez que viera la película estuviera viendo el mismo pedazo de vida de Delphine, mi propia vida había rellenado lo que hay antes de que aparezca la primera imagen en la pantalla, y había esbozado también un deseo de lo que quisiera que haya una vez la pantalla se va a negro.

En conclusión, claro que Rohmer es teatral, literario y verborreíco, pero es también sencillo, transparente, genuino y libre. Y la verdad en su cine no radica solamente en esa segunda enumeración de adjetivos, existe en el diálogo entre ambas. Los personajes Rohmerianos no son sólo imágenes — por eso pueden crecer con uno. Y para volver a la primera frase de este texto, creo que Rohmer siempre fue un viejito porque fue muy sabio en una cosa: en darse cuenta de que hay conflictos que son eternos, y que justo en eso yace su perpetua juventud.