LA TIERRA SE SOSTIENE EN EL AIRE

a propósito de John Ford


por Diego Cepeda

 

"Lo que me parece hermoso, lo que me gustaría hacer es un libro sobre nada, un libro sin ataduras externas, que se sostuviese a sí mismo con la fuerza interna de su estilo, como la tierra se sostiene en el aire, un libro que apenas tuviera argumento, o, al menos, que fuese invisible, si esto es posible.”

- Gustave Flaubert, carta a Louise Colet

“Una vez le pregunté a Jean-Marie Straub qué es "una película experimental". Golpeó la mesa y declaró: “¡The Long Gray Line de John Ford! Esa es una película experimental, ¿no? "

- Tag Gallagher

The Long Gray Line (1955) Dir. John Ford

The Long Gray Line (1955) Dir. John Ford

Cuando se nos convocó para escribir sobre algún tema en relación al coming of age en el cine, de inmediato se me cruzaron algunas ideas que aclamaban la propia esencia del cine, es decir, el tiempo y su paso. Pensé rápidamente en un artista llamado Tony Conrad, que además de su monumental pieza estructural The Flicker (1966) y de su extensa obra plástica y sonora, realizó entre 1972 y 1973 una serie de obras que exploran la intersección entre el cine y la pintura. Impulsado por querer hacer una película que durase unos 50 años, creó las “Yellow Movies. Tomando grandes piezas de papel fotográfico, pintó marcos rectangulares negros de las mismas proporciones que las pantallas de cine tradicionales y cubrió el interior del rectángulo con pintura blanca barata¹. Al envejecerse, la pintura pasaría del blanco al amarillo, justamente, aquel lento movimiento de un color a otro haría visible entonces el tiempo o su “maduración”. Pensé que podría hablar sobre el propio proceso de maduración del cine en términos de su soporte y materiales, pero todo cambió cuando me volví a encontrar con algunas películas de John Ford. Propongo entonces, otro tipo de recorrido, poner en cuestión la propia madurez de la historia del cine: ¿No será eso que llamamos cine, la evocación continua de una infancia perpetua?

Decía P. Adams Sitney que las historias del cine han tenido hasta ahora un énfasis económico. Esto quiere decir que por un lado, las historia(s) del cine se han visto delimitadas a aspectos como: una cronología concreta, a la aparición de las escuelas nacionales de cine, a la contienda Lumière / Méliès, como también marcadas por los hitos del star-system y las duraciones estandarizadas. Propongamos un contra-plano, si reescribimos la historia a partir de las propias formas que el cine ha desarrollado, si nos centramos en pensar en cómo ciertos cineastas han trabajado los materiales del cine, en cómo han buscado soluciones expresivas para mostrarnos un rostro, un paisaje, una ciudad, un encuentro, como también la alegría, la desesperanza, la magia, el dolor, el amor o una idea, rescataríamos entre todos, muchas lenguas olvidadas y borradas por aquellas grandes clasificaciones (o sepulcros) que se hacen llamar cine clásico, cine moderno, cine contemporáneo, cine experimental, etc.

Por la raíz de la palabra “clásico”, nos damos cuenta de que los romanos utilizaban classicus para referirse a los reclutas de primera clase. Eran la infantería pesada que estaba fuertemente acorazada. Si tomamos una palabra que suele utilizarse como el antónimo de “clásico”: “vanguardia” o “avant-garde”, entendemos que originalmente se refería a las tropas armadas que van adelante. No habría por qué distanciar entonces una película como Ramona (Henry King, 1936), quizás el primer western en technicolor, de una película como Rainbow Dance (Len Lye, 1936), ambas impulsando y deshaciendo a su manera, la gramática del color en el cine. El cine empieza a ser verdaderamente un arte no ya cuando va descubriendo los recursos que le son propios (con Griffith, por ejemplo) sino, sobre todo, cuando empieza a seleccionar esos recursos que le son propios, a rechazar algunos en situaciones determinadas a favor de una idea consciente de la forma.²

Recuperemos aquella frase de Godard:se ha olvidado por qué Joan Fontaine se inclinaba al borde de un acantilado y qué iba a hacer Joel McCrea en Holanda... Pero nos acordamos de un vaso de leche, de las alas de un molino, de un cepillo de pelo; se recuerda un estante de botellas, un par de gafas, una partitura de música, un manojo de llaves, porque a través de ellos y con ellos, Alfred Hitchcock triunfó allí donde fracasaron Alejandro, Julio Cesar, Hitler, Napoleón, hacerse con el control del universo.”³ Son aquellos cineastas que trabajan desde y para la expresividad de la imagen, los que logran consigo el control del universo. Esta frase, sin embargo, y para no apelar a la megalomanía, la relaciono con un cierto tipo de destreza que poseen algunos realizadores cuando saben que hacer cine no se trata de contar historias que se muestran (dejémosle eso a los contables) sino de mostrar historias que se cuentan.

Debo decir que cuando empecé a interesarme por el cine, durante mucho tiempo guardé silencio antes de permitirme hablar sobre cualquier película; esto se debe al enorme respeto que tengo por un arte que no comprendía y que al día de hoy, aún no estoy seguro de comprender del todo. Hablar sobre algunas películas de John Ford sería intentar hablar del camino personal que se va trazando cada vez que se ve una película suya, también de una cierta educación sentimental. Parecería que Ford, película tras película y plano tras plano, abarca un universo capaz de reinventar el cine, de devolverle su infancia.

Recuerdo que desde pequeño solía entrar en la habitación de mis padres a ver películas. Había una en específico que nunca me atreví a ver, pero que a pesar de ello, siempre me devolvía la mirada: una edición de The Grapes of Wrath (John Ford, 1940). No sé por qué razón, la imagen de esa familia al lado de una carreta, así como ambos rostros de Henry Fonda y de Jane Darwell, me provocaban un sentimiento tan arrebatador y melancólico. Esa misma imagen, con todos sus afectos, volvería muchos años después, al ver películas como Stachka (Sergei Eisenstein, 1925) o Mat (Vsevolod Pudovkin, 1926). A veces, una sola imagen, una imagen revolucionaria, puede producir un choque en la memoria. 

Este recordar de las imágenes, de imágenes profundamente humanistas, me lleva a otro episodio en este recorrido fordiano, con el cual podría claramente exponer su poética. Primer año estudiando cine, por primera y última vez veo a un profesor llorar al describir una secuencia: la pantalla proyectaba Young Mr. Lincoln (John Ford, 1939). 

Young Mister Lincoln (1939) Dir. John Ford

Young Mister Lincoln (1939) Dir. John Ford

Es primavera, vemos a un hombre que lee arrimado a un árbol mientras escuchamos el río de fondo. Una mujer se acerca con una canasta llena de flores y le saluda, vamos escuchando una melodía que se hace presente, el hombre entonces se levanta y cruza el cercado que les separa, ahora comparten el plano. Una sonrisa entre ambos los vuelve cómplices, empiezan a caminar y la cámara los acompaña, hablan del río, de sueños futuros. La cámara se detiene, se intuye la posibilidad de un futuro juntos; más allá de las palabras, vuelven a mirarse y la mujer sigue su camino. El hombre entonces se gira a mirar el río por un rato, toma una piedra y la arroja. En este momento, Ford nos muestra el efecto de la piedra sobre el agua, poco a poco la imagen se va fundiendo con otra, ahora vemos el río arrastrando trozos de hielo, la melodía cambia, vemos al hombre, ahora más envejecido, caminar hacia el árbol, donde en cambio, hay una tumba y frente a ella, comienza a hablar.

¿Qué ha ocurrido aquí? Una de mis primeras conclusiones es que partiendo de un árbol, un libro, una canasta con flores y un río de fondo, Ford le ha dado una imagen al idealismo. Como decía André Bazin, el cine sustituye a la realidad por una que se ajusta más a nuestros deseos, y es que las películas de Ford constantemente contienen la visión de alguien que sueña, de alguien que trata de vivir el mundo según sus ideales, un hecho que injustamente suele malinterpretarse por la crítica como simples apologías patrióticas. El realismo dentro de la puesta en escena fordiana siempre está filtrado por una manera de mirar y una cierta forma de accionar frente a las adversidades que atentan contra ese mundo, un mundo que tampoco es inocente y que justamente, está siempre abierto a las complejidades, a las sombras y a las contradicciones que lleva consigo.

En segundo lugar, aquella complejidad se puede advertir dentro de las numerosas capas que brinda una escena como esta, además de los sonidos de la naturaleza y el río de fondo, escuchamos una melodía. Ford, que usualmente se piensa como alguien de carácter duro y frío, ha desarrollado también una de las formas más bellas del melodrama, sin tener que explotar su carácter expresionista. Recuperemos un fragmento de la mítica entrevista con Peter Bogdanovich para ilustrar este punto:

Peter Bogdanovich: Hacia el principio de The Man Who Shot Liberty Valance (1962), cuando va Vera Miles a la casa quemada de Wayne, ¿No es la música el tema de Ann Rutledge de Young Mr. Lincoln (1939)?

John Ford: Sí, era la misma; se la compramos a Al Newman. Me encanta; es una de mis músicas favoritas, de las que puedo tararear. Por lo general, me fastidia la música en las películas, un poco por aquí y por allá, al principio o al final, pero las cosas como el tema de Ann Rutledge encajan. No me gusta ver a un hombre en el desierto, muriéndose de sed, respaldado por la Orquesta de Philadelphia.

Como nos diría Straub, es preciso despertar los sentimientos en las personas, no el sentimentalismo. Es necesario que se tenga la impresión de que estos objetos no tienen un tema, que el tema debe ser conquistado. Pienso que las máscaras que puede haber en el cine de Ford no se encuentran en las poses ni en los personajes, sino en un lugar intermedio: aquel lugar entre un rostro y su expresión, entre una mano y su movimiento, entre la voz y la palabra. La fragilidad del mundo se cuela en el gesto.

Nos movemos hacia el tramo final de la secuencia, aquel momento desgarrador en donde se transgrede no sólo con el paso de la primavera al invierno, sino con años de por medio: la muerte repentina de la mujer, Ann Rutledge y el hombre, el joven Lincoln, visitando su tumba, para hablarle justamente con el mismo tono y la misma ternura. Nos colocamos frente a la esencia de la tragedia: el pasado que se hace presente sin dejar de ser pasado⁵. Ese ritual de situarse frente a la tumba es una de las imágenes más recurrentes en todo el cine de Ford, como en la fantasmagórica escena de She Wore a Yellow Ribbon (1949) en donde un cementerio también puede ser un limbo y con el simple asomo de una sombra, cualquier milagro es capaz de descubrir su posibilidad. 

She Wore A Yellow Ribbon (1949) Dir. John Ford

She Wore A Yellow Ribbon (1949) Dir. John Ford

Lo moderno se convierte automáticamente en tradicional, nos dice Godard vía T.S. Eliot, lo tradicional puede también convertirse en moderno. No hay modernidad más grande que la que brinda Ford con cada película, con sus desobediencias, sus azares, sus accidentes y su infinita modestia. Recientemente tuve la oportunidad de ver The Long Gray Line (1955) y puedo decir que es una película capaz de contener dentro de sí todo el cine, todas las películas y todas las formas. Cuando filmamos el paso de la vida a la muerte no ocurre nada, nos recuerda Johan Van der Keuken, sin embargo, cuando trabajamos el paso de la muerte a la vida, el cine nos regala sus misterios. Así como suelen salir los intérpretes a saludar a su audiencia al final de una obra de teatro, John Ford nos confirma que el cine no puede ser otra cosa que la manifestación incesante de la vida.

¹ Exhibition Spotlight: Tony Conrad's Yellow Movies. Albright-Knox.
²  Viota, Paulino. Forma Local y Forma Global: A Woman of Paris. La Herencia del Cine. Escritos Escogidos. 2019. Pág. 132.
³  Godard, Jean-Luc. Fragmento dedicado a Hitchcock en el capítulo 4A. Histoire(s) du Cinema. 1988-1998.
⁴  Declaraciones extraídas de entrevistas con Jean-Marie Straub y Danièle Huillet en: Cahiers du cinéma, nº 177, 223, 224, 260-61, 305, 364, 418, número especial sobre la música, número especial sobre Pasolini; Cinema e Film, nº 1; Cinématographe, nº 33, 104; Filmcritica, nº 203, 204-205; Inrockuptibles, nº91. Selección y montaje de Antonio Rodrigues. Publicado originalmente en Jean-Marie Straub, Danièle Huillet, Cinemateca Portuguesa, Lisboa, 1998. Catálogo organizado por António Rodrigues. p. 66-108. Traducido del portugués por Francisco Algarín Navarro.
⁵ Presentación del libro «La herencia del cine», de Paulino Viota en el Círculo de Bellas Artes (Madrid). Frase pronunciada por Jose Luis Téllez.

Diego CepedaComment