BEFORE SUNRISE: MORÍAMOS BUSCANDO SOBREVIVIR
Escrito por Zadiel Blanco
Los fines de semana en la Escuela de Cine eran asesinos. La gente de entre semana, que usualmente invadía los pasillos con sus precisas del momento, o tomaba la guagua del medio día para La Habana o se encerraban en sus cuartos a contar demonios internos, a recuperarse de resacas babilónicas, a fumarse las soledades o a telarañar el tiempo- en el único lugar del mundo que conozco donde el tiempo anda desnudo por los relojes y le hace gestos obscenos a los que no esperan nada, esperando algo. Lo que era una escuela/internado se convertía a punta de ausencias y reclusiones en un campo santo de dudosa santidad.
Los fines de semana eran asesinos, y Julia y yo nos reusábamos a morir asfixiados por el sopor de unas mañanas inválidas, de unas tardes infinitas y de unas noches cansadas, más nostálgicas que oscuras. Así que decidimos reunirnos todos los sábados después de la cena para salvarnos mutuamente. ¿Cómo lo hacíamos? Viendo películas que nos rompían bien roto el corazón.
Luces apagadas, bocina portátil, la computadora en mitad de la cama, el cuarto hasta el cuello de humo y la boca del estómago un levitar homicida. ¡Qué bonito se sufría con hambre! Del repertorio de daño cinematográfico que nos hicimos, recuerdo con especial agrado Before Sunrise (1995). Ya Julia me la había recomendado tiempos atrás, decía que era una película que podía gustarme, partiendo del hecho de que en aquel momento estaba viviendo una historia de amor de esas que nos ponen a creernos los únicos, primeros y originales amantes del universo.
Qué ingrata Julia hacerme ver eso. Ahí estaba Ethan Hawke con Julie Delpy, se veían por primera vez, pero se veían como si hubieran nacido para verse. Caminaban por Viena, a la orilla del Danubio y decían cosas acerca de la humanidad, el pasado, los hombres, las mujeres… todo tan inocentemente mundano, si no fuera porque detrás de todo ese decir se estaba hablando de amor, de amar, desde la sonrisa embadurnada con vértigo. Se prometían amarse para siempre, aun sabiendo que iban a dejar de existir apenas saliera el sol al día siguiente.
Yo pariendo un hueco en la panza, cursi como todos los bien enamorados del mundo y Julia ahí, impertérrita, fumando su H. Upmann como si lo que estaba pasando en la pantalla no nos estuviera arrancado pedazos vivos de carne para tirárselos a los perros en llamas de las ficciones nuestras. Linklater nos deslizaba, a través de una vena de luz, esa historia de amor sin derroches de patetismo. Y Julia, si acaso, bailoteaba sus zapatos negros de charol al borde de la cama. ¡Ingrata!
“Voy a tomar una foto para no olvidarte y para no olvidar todo esto”, le dice Ethan a Julie. “Bueno, yo también”, contesta ella. Y la foto es una mirada, un recuerdo, un coexistirse por dentro, no un pedazo de papel perdido en los baúles de los ayeres.
“Creo que me enamoraré de verdad cuando lo sepa todo sobre la otra persona: cómo va a peinarse, qué camisa se pondrá ese día, conociendo qué historia va a contar en una situación concreta. Entonces sabré que estoy enamorada de verdad”. Dice Julie reposando definitiva en los regazos de Ethan Hawke. Y ambos tiemblan por dentro sabiendo que a cualquier flotar siempre lo alcanza el suelo.
Se acercaba el final y uno no tenía la piel de gallina. ¡No! Lo que tenía era un sistema montañoso en el pellejo. Un final de andenes de tren, de abrazos como plegarias, de promesas analgésicas, de un agarrar el tiempo por la camisa para que no avance. E Ethan no quiere que Julie se vaya y Julie no quiere irse y yo no quiero verlos separarse y Julia busca el mechero para encender otro cigarro. Y el adiós cae en la pantalla como el primer día del juicio final.
Con planos de los lugares donde estuvo la pareja la noche anterior, más vacíos que nunca, termina la película. Enciendo las luces. Y ahora sí, Julia despierta. No es que era indiferente a aquel burbujeo de vida, es que estaba completamente anegada en su propio idilio, no quería salir de ahí hasta que nos sacara del pelo los créditos finales. Quería sufrir y desufrir sola hasta que le tocara volver a la inclemente realidad, a aquella realidad de fines de semana asesinos.
Un rato después, repuestos del fusilamiento de tranquilidades, hablamos de la película. Julia se preguntó cosas acerca del amor, yo intenté responderlas, ella las debatía. Posiblemente ninguno de los dos estaba en lo correcto, pero esa dialéctica amorosa nos regalaba juventud, nos llenaba de granos en la cara, nos hacía correctamente patéticos. Volvíamos a ser dos adolescentes por un ratito, ayudados por Ethan Hawke, Julie Delpy y Linklater. Solo para después regresar al mundo, un tanto más viejos por dentro, pero cabronamente ilusionados.
Los fines de semana eran asesinos, y Julia y yo, pretendiendo salvarnos mutuamente, nos suicidamos en dosis pequeñas. Un sábado a la vez. Cada quien a su forma, cada quien con su historia.
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