SEGUIRÉ AMANDO A FORD
por Julia Scrive-Loyer
Ver a Ford es, al menos para mí, una manera de volver a casa y reencontrarme con una familia extendida de rostros queridos y paisajes añorados. Con Ford siempre me he sentido cómoda, excepto, quizás, la primera vez que vi The Quiet Man. El recuerdo es borroso, pero los colores, los personajes, y hasta cierto punto la trama, me habían dejado la misma sensación que me generó Seven Brides for Seven Brothers. Un aftertaste confuso; la había disfrutado, sí, pero no entendía bien lo que me había hecho sentir ni lo que pensaba al respecto. Sin embargo todos los elementos que nos hacen amar a Ford estaban ahí: John Wayne, Ward Bond, los dientes escalofrientemente blancos de Ken Curtis, la fuerza de la naturaleza que es Maureen O’Hara, el humor tiernamente Fordiano y, claro está, los paisajes. Pero sobre todo su sensibilidad, que a veces parecería perderse en medio de las cabalgatas por Monument Valley, pero que habría que estar muy ciego para no percibir. Ford fue quien me enseñó que el Western puede ser uno de los géneros cinematográficos más melancólicos. En el avanzar constante del vaquero, se produce la tensión inevitable entre el lugar que dejó atrás y su destino. The Searchers, My Darling Clementine, por poner dos ejemplos, empiezan mucho antes de que aparezca la primera imagen en pantalla y se extienden, como trenes nocturnos, mucho más lejos del supuesto punto final. The Quiet Man también nos presenta a un hombre que ya se ha ido, dos veces — de su tierra natal y de su tierra adoptiva —, y que esta vez llega para quedarse, llega para convertirse en permanencia. La permanencia no sólo la da, en este caso, tener una residencia fija, propia y ancestral, sino también el ajustarse a las tradiciones que le pueden parecer ridículamente antañas. Wayne se fue de Innisfree siendo un niño, pero Innisfree parece haber sido siempre Innisfree, un lugar donde quienes fueron tus ancestros definen permanentemente tu presente.
Sin embargo, aun con todos los elementos que cité más arriba, todavía no sé cómo me siento con respecto a The Quiet Man. Entiendo que le fue muy bien en su época, contra todo pronóstico; entiendo la importancia de Ford de filmar en la tierra de sus padres; entiendo que me enternecen sus personajes y la realidad que emanan — aunque al servicio de un pueblo ficticio. Ford, al igual que Hawks, otorgaba humanidad en los gestos mínimos en medio de lo épico. Para no citar las mismas obras que ya mencioné anteriormente, puedo referirme por ejemplo a Two Rode Together, donde la conversación entre los dos protagonistas al borde del río, compartiendo fuego para encenderse el tabaco, tiene más fuerza que todo lo que pueda haber pasado antes y todo lo que pueda pasar después en la película. Y entiendo, sobre todo, que amo a Ford, y por eso no entiendo por qué no amo The Quiet Man. Siento que estoy traicionando a Truffaut al no poder amar incondicionalmente la obra de un autor al que admiro. Sin embargo, como apuntó Sandra Sánchez durante una de las sesiones del taller: en esa defensa incondicional que no admite errores, se objetifica al ser humano detrás de esas obras. La permanencia, la estatua, le gana al ser humano que contiene. Sin embargo, en este caso, esa dualidad entre ambas identidades no está depositada en Ford, ya que The Quiet Man es considerada una de sus grandes obras. No, en este caso, y es algo que Truffaut tampoco admite, esas dualidad se ve restringida en uno como espectador. Hay cierta hipocresía en lo incondicional, y lo digo siendo alguien que lleva a Truffaut muy, muy cerca del corazón. Si puedo amarlo, puedo también admitir mis distancias con él. Si quiero llevar la bandera de Ford, puedo llevarla admitiendo también sus obras que no me han terminado de conmover. Parecería que me contradigo, pero lo que quiero decir es que el cariño puede ser egoísta y demandante. Puede consternarme no sentir lo que esperaba sentir ante una película de Ford, pero admitir mi consternación no tiene por qué hacerme quererlo — o defenderlo — menos. Entiendo y admiro la convicción y la necesidad de defender incondicionalmente a ciertos autores que tenía Truffaut. Sus textos, en un momento de mi vida, fueron esenciales para permitirme validar mis gustos cinematográficos. Sin embargo, mientras más crezco, más insisto en alejarme de los radicalismos para, justamente, permitirme seguir cambiando y creciendo. Notarán que no he dicho prácticamente nada sobre The Quiet Man. No sabría cómo. Mi impulso sería escribir sobre How Green Was My Valley, que jamás ha dejado de conmoverme. No logro escribir sobre lo que no me conmueva, o sobre lo que no me dé rabia. ¿Cómo plasmar entonces lo que está entre medio? Podría ser hipócrita, y dedicarme a alabar lo que es para muchos una gran obra. O podría dedicarme a diseccionar lo que me aleja de ella. Sin embargo, esas razones son para mí un misterio.
Quiero terminar con esto: en un capítulo de Travels with Charley, Steinbeck regresa al pueblo donde nació y donde crecieron sus padres. Herido, se da cuenta de que los que siguen ahí, preferirían no haberlo vuelto a ver y quedarse mejor con el fantasma de su recuerdo, ese que es inamovible y que por lo tanto les es más cómodo. Antes de irse, Steinbeck sube con su poodle Charley a una loma, y desde ahí observan el pueblo y los paisajes que lo rodean. Le señala a Charley el valle en el que su madre cazó su primer gato salvaje, y el árbol en el que su padre talló el nombre de él y su primer amor. Lo imprime todo una última vez en su recuerdo, dejando a sus fantasmas ahí donde están destinados a existir: en el paisaje que los invocó. Ahí, el valle siempre será verde, los caballos seguirán avanzando lentamente por Monument Valley y los indios seguirán atacando. Henry Fonda ha seguido cumpliendo su promesa I’ll be there, y sigue ahí, observando el río que lo ata a su primer amor, y recostando sus botas en la baranda de un hotel de pueblo. John Wayne seguirá cargando a un niño a través del desierto, seguirá alejándose del marco de la puerta de la mujer que amó, y seguirá volviendo a ver por primera vez las colinas del pueblo donde nació y donde crecieron sus padres. Siempre volveremos a esos lugares, en el cine, el único mundo donde sí es posible volver a casa, y donde yo seguiré amando a Ford.