ELOGIO A LA SALA DE CINE


por Zadiel Blanco

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Tengo que escribir algo para la revista de Julia.

Ajá, ¿algo cómo qué?

No sé. Tiene que ver con cine, con alguna película, algo de audiovisual. Pero me da una cabrona pereza dar mi opinión acerca de una película,  porque usualmente no tengo algo súper relevante que opinar. Lo mismo de siempre: “esa película está increíble”, “¡esa porquería! hora y media botada a la basura”. En fin,  opinar de lo que he visto se me da poco. 

¿Y si habla de la sala de cine? Del lugar como tal. Me da la impresión de que la gente lleva días encerrada y debe extrañar un chingo salir a la calle y hacer lo de siempre. Entre esas cosas está ir al cine. Hacer la fila, comprar palomitas, elegir el asiento, las luces cuando se apagan, mirar con asco a la gente que habla durante la proyección, esperar la escena post créditos. 

Ahí hay una idea. Algo así como… Elogio a la sala de cine. Y no sólo hablar del acto de visitar el cine, si no también hablar de lo que representa simbólicamente. Adentrarse en ese sentimiento de estar yendo a un lugar sagrado, un sitio para compartir oscuridad y silencio, ese ratito de eternidad, guiados todos por la misma maestra: la historia proyectada. 

El ritual y sus devotos.

Se me ocurre que puedo contar la vez aquella que mi mamá me llevó donde Erick, el brujo. Detallar, así como si fuera un texto escrito hace 30 años, la llegada a una habitación llena de candelas y santos de cartón que nos miraban sin gesto. La entrada parsimoniosa de Erick, el brujo, con su bata y sus Crocs, poseído por las imágenes en cascada de un pasado y futuro ajeno. La reverencia obligatoria, porque caerle en disgusto a Erick, el brujo, era condenarse a una lectura trágica del porvenir, llamar a gritos la mala suerte.  Los chispazos del mañana que entraban por la puerta con la urgencia de “lo que tiene que ser ya está escrito” y Erick, el brujo, los recibía, los decodificaba y nos los entregaba, con histrionismo teatral, como un rumor que se entendió a medias. Mi mamá y yo nos identificábamos, sin cuestionamientos de tipo racional, con la exposición apócrifa del nigromante, porque íbamos exactamente a eso: a que nos contara fragmentos de la historia que no tenemos la paciencia de esperar, a que nos dijera cosas de nosotros que ni nosotros sabíamos. Y ese relato, contado por un intérprete, que no nos conocía de nada, era lo más parecido a un sueño sin la necesidad de estar dormidos. 

¿Y qué tiene que ver eso con la sala de cine? 

Que a los dos lugares se va exactamente a lo mismo: a creer. Y aunque todos sabemos  el grado de mentira en lo que vemos y sentimos, nos quedamos ahí, escuchando el mensaje de luz que habla de nuestra vida, de lo que queremos, de lo que nos hubiese gustado ser, si la realidad no fuera tan cruel y monótonamente real. Nos dejamos llevar por el hechizo y el hechizo nos lleva por donde quiere. Hay quien saldrá diciendo “¡farsantes!”, pero a esos farsantes se les regaló el valor del tiquete y ese algo de nosotros que se queda en las butacas, un fragmento de nuestra naturaleza irrevocable de soñadores. Aparte de esto, la sala de cine nos da la posibilidad de ser un nosotros mismos que no seríamos de otra manera. Se puede llorar por lo que deveritas duele, gozar como un enano, reír a carcajada sucia, aplaudir para alguien que no escucha el aplauso, maldecir sin resentimiento y enamorarse sin importar no ser correspondido. La oscuridad da el refugio para ser absurdamente humanos.

Rebuscado, pero válido. Aunque creo que no es un viaje tan personal. Es más colectivo, todos los presentes en la sala de cine son parte del espectáculo. Nos encerramos en un mismo sitio para sentir lo mismo y cada quien lo expresa a su manera. Hay un debate silente del que salimos más enriquecidos que si nos hubiésemos quedado en casa viendo la película en Netflix. Es una más de las variables del compartir. Sí, cuando se está en el cine se tiene la posibilidad de sumergirse en la película. Todos los sentidos se centran en eso. La pantalla es el único todo que los ojos se permiten. Es una forma particular de meditar. Y cuando se está con otras personas (aunque no vayamos con ellos, me refiero a gente random) es como estar unidos por algo ajeno. Por un momento, esa historia se vuelve parte de ambos. Es crear un recuerdo más allá de la propia conexión. Eso sin contar a los que no van por la película. Porque también están los que van a compartir besos discretos, a colar la mano entre los dedos de otra mano deseada, están los que van a pajearse a escondidas y los que ni en sus camas encuentran un descanso tan reparador. Y todos esos son tan espectadores como los que pasan el rato completo “al filo del asiento”, como dice la frase hecha.

Es una experiencia altamente poética y una de las mejores que existe y que seguirá existiendo mientras se siga creyendo en todas las posibilidades de la magia. Es más… ya sé cómo podría terminar ese texto, aunque me falta todo lo demás. Podría ser algo como: Quien no recuerda la primera vez que fue al cine está condenado a la absoluta insensibilidad.

Zadiel BlancoComment