UN FRAGMENTO DE TIERRA OFRECIDO A LA LUZ


por Diego Cepeda

All My Life, Bruce Baillie, 1966

All My Life, Bruce Baillie, 1966

Paul Valéry siempre ha sido para mí un personaje escurridizo. Sus palabras siempre andan vagando en paisajes inusitados. Se podría decir, debido a que hasta el día de hoy no me he dedicado al menos de forma directa a examinar su obra, que no tengo una relación con su literatura, sino que, parafraseando a Cortázar, es su literatura quien tiene una relación conmigo.

Uno de los primeros encuentros que tuve con sus imágenes-palabras, fue en un texto¹ que P. Adams Sitney escribió sobre el cineasta experimental Robert Beavers - el título de este texto, El pasado en el presente - El presente en el pasado, cito: una hoja, un rayo de sol, un paisaje, el océano, provocan una impresión análoga a la mente… El poeta no fija la tierra y el mar, hace que se remuevan en los ejes de su pensamiento primario, y los dispone de nuevo… El poeta no conforma los pensamientos a las cosas, sino que conforma las cosas a sus pensamientos. 

Con esto quisiera decir que probablemente, Valéry ha sido el poeta que mejor ha entendido el oficio del cineasta: las operaciones de montaje. Frente a la imposibilidad de fijar una imagen (o la tierra, o el mar) el cineasta se enfrenta a removerlas, otorgándoles una nueva disposición en donde lo que vemos no será finalmente la tierra o el mar, sino aquello que brote de este choque.

Segundo encuentro con Valéry: Adiós al lenguaje. En la película de Jean-Luc Godard se puede escuchar la frase: Desde que dos miradas se engarzan, ya no somos dos. Volvemos a la misma conclusión, entre una hoja y un rayo de luz, la hoja deja de ser hoja y el rayo de luz deja de ser rayo. Como dicen los primeros versos del poema: Los ojos que se encuentran, dan lugar a relaciones extrañas. Siguiendo el juego de esta ecuación, nos permitimos a declarar un denominador común en todas estas imágenes: la luz del rayo que también ilumina la hoja.

El título de este texto - que si usted me lo permite querido lector, admito de antemano que no preveo su desembocadura - alude de nuevo a otro verso de Valéry, extraído de su poema El Cementerio Marino (1938) y que bien puede ser la definición indiscutible del cine: un fragmento de tierra ofrecido a la luz. El cine como ofrenda o como invocación, en palabras de Godard, la predisposición para un encuentro.

Es justo esto lo que me recuerda a una de las contiendas fundamentales de la visión, una anécdota que se ha quedado conmigo desde hace ya varios años y que no me canso de repetir. En aquella primera proyección pública de los Hermanos Lumière, más allá de las peripecias de un tren que llegaba a la estación de La Ciotat, podemos hablar de otra película que materializó el desafío de los poetas y los magos, y de los futuros cineastas que creerían en la magia y en la poesía de forma indistinta. Georges Méliès, o mejor dicho, la mirada de Méliès al encontrarse con Le Repas de Bébé (1895) - en donde Auguste Lumière y su esposa dan de comer a su hijo en el jardín de su casa - se da cuenta de un truco inefable: detrás de la escena, las hojas y las ramas de los árboles se mueven. El cine, en ese momento, fruto de una relación extraña de miradas, se convierte en aquello que nos permite observar el viento. Son estos paisajes de lo posible, ya no sólo de la tierra, ya no sólo del mar, sino los paisajes del deseo, los que nos invitan una y otra vez a ver las cosas de otra manera.

Oscar Wilde, según Susan Sontag², señaló que la gente no había visto la niebla hasta que determinados poetas y pintores del siglo XIX le enseñaron a verla; y seguramente, añade Sontag, nadie tuvo una visión tan completa de la variedad y sutileza del rostro humano antes de la época del cine.

La imagen que escogí para este texto es un fotograma de una película muy querida, con la que no sólo aprendí nuevamente a ver la luz, el color de las flores o del cielo, sino también a volver a descubrir lo que entiendo por un horizonte, un movimiento de cámara, la espera y finalmente el asombro. Gilles Deleuze decía que nunca deseamos un objeto, sino aquel paisaje que lo acompaña.

¹ Publicado originalmente en Eyes Upside Down, P. Adams Sitney, Oxford University Press , 2008, pp. 145-169.
Traducción del inglés de Francisco Algarín Navarro, Revista Lumière, Especial Beavers / Markopoulos.

² SONTAG, SUSAN. La estética del silencio, ensayo compilado en Estilos radicales, 1969.

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