LA CURA ANTE EL PEOR DE LOS MUNDOS POSIBLES
por Miguel Batista
He googleado tantas veces la palabra amor que pienso que me odia
Los primeros veranos que recuerdo de mi infancia los pasaba junto a Juana, mi amiga. Ella tenía alrededor de 60 años cuando - yo apenas tenía 10. Juana era una puertoplateña robusta, de pelo lacio castaño, y tenía mucho carácter. En las noches yo esperaba que todos durmieran, para ir a la única computadora de la casa en la que nací. La computadora estaba en un pequeño hueco creado por unos escalones de cemento que llevaban a los dormitorios. En el buscador escribía desenfrenadamente las palabras: amor gay, besos gay o amor. Aunque obtenía más resultados si lo escribía en inglés: gay love, gay kiss, can I have some love?
Mi intención era ver películas románticas con finales felices, en cambio encontraba un poco de porno gay vintage y comedias románticas que siempre terminaban siendo las comedias más baratas - y algunas genuinas obras Campy.
Esas películas que veía en ese pequeño hueco fueron las primeras películas que de cierto modo me introdujeron a conocer un mundo donde las niñas sí podían besar a otras niñas y los hombres se transformaban en criaturas divinas con tacones, una poca de maquillaje y vestidos de lentejuelas. Me reía con los personajes - los personajes y yo éramos cómplices. Para ese entonces ni siquiera había dado mi primer beso, pero ya creía saber cómo se sentía besar.
Una madrugada navegando en YouTube, encontré una joya. Una película sencilla e inocente, que me había atrapado. Su nombre era The Cure, la trama es la de dos vecinos - Erik (Brad Renfro) de algunos 14 años y Dexter (Joseph Mazzello) de 11 años, quienes a finales de los 80, intentan encontrar una cura para el sida.
Erik y Dexter nunca se habían visto. Los dos vivían aislados lidiando con su soledad como podían. Las personas asumían que Dexter era gay (aunque su sexualidad nunca es clara en la película) porque se había contagiado de VIH cuando era bebé, producto de una mala praxis. Una tarde, Erik molesto cruza las grandes verjas de madera que dividen el patio de Dexter del suyo. Al llegar al otro lado encuentra a un niño pálido e indefenso, medio simpático, que sólo quiere jugar. Ese primer contacto los acercaría y, luego de vivir muchas aventuras, Erik se propondría encontrar una cura para ayudar a Dexter.
Primero intentan combinaciones de un enorme catálogo de chocolates para ver si hace algún efecto. Pero sólo terminan con una indigestión severa. Luego prueban hacer infusiones con las primeras plantas que encuentran en los montes, dejando a Dexter aún más débil. La verdadera aventura empieza cuando Erik y Dexter leen un artículo donde un doctor en un estado no muy lejano habría afirmado encontrar la cura para el sida. Así que deciden con un pequeño bote navegar río abajo para llegar donde el doctor.
Mi sangre es como veneno, como el veneno de una cobra
Dexter abraza los converse blanco y negro de Erick mientras ambos duermen en una tienda de campaña a la orilla de un rio. Esta escena es una de las que cierra el segundo acto y es una imagen que siempre vuelve a mí. Erik siente cómo la bolsa de dormir de Dexter está empapada de sudor pero aun así lo ve temblando. Lo despierta y le pregunta si tiene una pesadilla. Dexter le explica que en su sueños teme estar solo en la galaxia fría y oscura, y no volver a despertar. Erick lo viste con su ropa, se quita uno de sus converse y se lo da, diciendo que cuando esté solo en el espacio y tenga mucho frío, puede oler la peste de sus zapatos y él va a estar ahí. Yo tampoco me sentí solo esa madrugada.
A finales de los 80 el VIH golpeaba duro y rápido y el estigma para los portadores era enorme, pero para esos dos niños la muerte no era tan grande ni tan amarga cuando estaban juntos.
Ya hace años que no vivo en esa casa, y que Juana murió sola una noche que yo no estaba. Juana fue mi confidente, a ella le debo conectar con el mundo que haría mío; el de las mujeres. Recordando todo esto y a Erick intentando buscar una medicina con chocolates, me viene al paladar la malteada de cocoa que me hacía Juana, cuando en las tardes el calor nos sofocaba. Para la malteada había que licuar: avena entera, leche en polvo Milex (Juana siempre insistía que fuera Milex) cocoa amarga, un jarrito de agua y mucho hielo. No manejo las cantidades exactas sólo me acuerdo de que raspábamos el azúcar prieto del envase y aquellas tardes de verano, mientras en la mesa me esperaba una ensalada de coditos con tuna, bebíamos juntas nuestra malteadas.
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