MI VIDA EN SOMBRAS
Historias extraordinarias del cine, amistad y amor en Nueva York
por James Widdicombe
El 16 de agosto, día después de mi cumpleaños, me entristeció escuchar al gobernador de Nueva York finalmente anunciar que los cines de su estado van a quedar cerrados indefinidamente. Como mi vida y mi mundo estaban profundamente moldeados por la escena del cine de repertorio de Nueva York, sentí que una nube de desesperación se apoderaba de mí. Aunque muchos de mis compañeros sintieron lo mismo que yo, sus lamentaciones estuvieron notoriamente ausentes. Según mis conocimientos, se debe a cuestiones más urgentes que afectan a la vida humana en los ámbitos de la salud pública y la política. Pero, ¿qué es la vida humana sino nuestras prácticas, comunidades, formas de ser y estar en el mundo? ¿Para qué sirven la salud y la política sino para crear las condiciones mediante las cuales podamos hacer las cosas que nos traen felicidad? Entonces, si bien este no es el asunto más importante, ciertamente tampoco es trivial. Sin saber cuándo o si el mundo que fue volverá a ser, me siento impulsado a recordar algunos de los mejores días de mi vida.
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Aunque esta historia trata principalmente sobre Nueva York, comienza en el pequeño pueblo de Jarabacoa. Es aquí donde me infectó por primera vez esa “enfermedad" (como la llama Frank Capra) del cine. Pasé la mayor parte de mi adolescencia allí, donde no hay cines y donde el único cinéfilo era un sacerdote que una vez organizó un cine-club en Roma a principios de la década de 1960. Una vez cada pocos meses, mis padres me llevaban al cine en Santiago, pero las películas eran invariablemente blockbusters de Hollywood o cebo para el Oscar.
Así que apliqué a las escuelas de Nueva York por necesidad — tenía que ver películas en la pantalla grande. Recuerdo la primera vez que me notificaron mi aceptación en NYU; lo primero que hice no fue buscar mis clases, la vida en el campus, los profesores ni atracciones turísticas, sino que de inmediato busqué esos santuarios legendarios del cine de los que había oído a medias pero que nunca había experimentado. Film Forum, MoMA, la Sociedad Fílmica del Lincoln Center y el Museo de la Imagen en Movimiento eran como templos a los que siempre había querido peregrinar, y que de repente se convirtieron en mi nuevo hogar. Todavía lamento el último semestre del bachillerato cuando la primera retrospectiva completa de Kenji Mizoguchi en más de 15 años se mostró en Nueva York, y yo estaba atrapado en un colegio en Jarabacoa.
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Nunca olvidaré esa primera proyección. El verano después de graduarme del bachillerato, fui a Nueva Jersey para trabajar en la construcción con mi padre. Después de varias semanas de descuidar la experiencia de la pantalla grande, le rogué que tomáramos el tren a Queens para ver 2001: A Space Odyssey (1968) en una impresión de 70 mm. Debo confesar que en este punto mis ojos estaban demasiado manchados por las líneas limpias de las imágenes digitales como para poder apreciar completamente la sensibilidad orgánica de la impresión, sin embargo sabía que algo especial había sucedido.
Más tarde ese verano también vi Out of the Past (1947) y Double Indemnity (1944) en Film Forum, entre otros noirs. Sin saberlo en ese momento, dos personas que se convertirían en mis mejores amigos asistieron a esas proyecciones. En retrospectiva, puedo ver cuán fortuitas pueden ser las amistades cinéfilas, ya que dependen tanto de las filas en las que elijamos sentarnos, como del gusto y las disposiciones.
Siempre recordaré mi cumpleaños número 18 cuando vi A Better Tomorrow (1986) de John Woo en la pantalla grande con una audiencia estridente que sabía cómo divertirse. Patrick Lung-Kong, un director desconocido que inspiró la película, y el gran Tsui Hark estaban allí. Durante la sesión de preguntas y respuestas, le hice una pregunta a Lung-Kong con torpeza y se confundió en la traducción, respondiendo a una interrogante distinta. Pasé toda la noche reflexionando sobre sus enigmáticas palabras. Murió dos semanas después.
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Cuando comencé mi semestre en NYU, mi vida cambió. No por mis clases, sino porque mi condición de estudiante me dio acceso a proyecciones gratuitas en al menos la mitad de estos templos. En una ocasión hubo una retrospectiva de las películas de Hou Hsiao-hsien en el Museo de la Imagen en Movimiento. Esto fue muy importante para mí porque había visto Los muchachos de Fengkuei (1983) unos meses antes mientras estaba en Jarabacoa, y esa fue la primera película que vi que se sentía fiel a mis experiencias como alguien que vivía en un pueblo pequeño. Su ritmo lento y sus personajes toscos realmente me hablaron.
Lo que realmente cambió mi vida fue conocer a mis mejores amigos en el cine. Fue en la proyección de Un verano en casa del abuelo (1984). Me senté solo en mi lugar favorito (cerca de la pantalla pero lo suficientemente lejos para ver el borde del encuadre y siempre, siempre en el medio). Y como buen ludita, no tenía un smartphone con el que distraerme. Todo lo que hice fue observar y escuchar a los otros cinéfilos hablando. A media fila de mí, escuché a alguien expresándose de manera articulada y apasionada sobre El maestro de marionetas (1993), película que me había perdido la noche anterior. Escuché otra voz, igualmente apasionada pero no tan articulada, algo enfurecida. El primer chico se molestó, así que el segundo decidió dejarlo y sentarse a mi lado. Comenzó a hablarme minutos antes de la proyección, incluso mientras rodaban los créditos de apertura: “mi nombre es Roger Florez, soy cineasta”, dijo justo cuando apareció el primer plano. “Soy James, veamos la película”.
Después de la proyección continuamos la conversación. Hablamos durante horas y horas sobre cada película que habíamos visto. Tomaba mucha confianza, pero era amable y generoso. Cuando se enteró de que no tenía ropa para el frío porque me acababa de mudar desde la República Dominicana, me dio un abrigo, un suéter y guantes el siguiente día. Descubrí que se había graduado como estudiante de cine en NYU, pero su vida dio muchos giros y nunca siguió sus primeros éxitos. En este punto de su vida, él era simplemente un "wanderer", citando a Scottie de Vertigo (1958). Lo que significaba concretamente era que vivía de lo que le daba su esposa y asistía a dos o tres proyecciones al día.
Al día siguiente, me presentó a otros dos cinéfilos mientras se proyectaba Tiempos de amor, juventud y libertad (2005). Estaba Bob, un masajista septuagenario con un amor ilimitado por la historia del cine y que compartía mis prejuicios contra el cine contemporáneo y mi amor por el cine asiático. Y estaba Jake, un tipo verdaderamente enigmático con una barba que lo hacía parecer un rabino ortodoxo. Luego, en una escena dramática descubrimos que Jake era un seudónimo derivado de su película favorita, Chinatown (1974). Unos meses después desapareció para no volver a aparecer nunca más.
La rutina se estableció de inmediato. Veíamos una película y nos quedábamos sin palabras durante unos minutos en la sala de proyecciones. Luego hablábamos de la película en superlativos hasta que un guardia de seguridad nos echaba y nos decía que fuéramos al lobby. En el lobby hacíamos juegos cinéfilos de superación—un combate retórico. A veces, estos se volvían brutales y Roger enfriaba su violento fervor haciendo flexiones en medio de la conversación. Intentábamos impresionarnos unos a otros con la amplitud, la profundidad y la historia de nuestras ideas y todo lo que se nos venía a la mente sobre el cine. Finalmente, nos echaban por completo, ya fuera porque era hora de cerrar o porque estábamos haciendo demasiado ruido. Luego íbamos a una cafetería y seguíamos hablando hasta que fuese cerca de la medianoche. Fue aquí donde finalmente nos conocimos un poco más personalmente, en parte porque para nosotros las películas eran asuntos personales. Al final, quien realmente ganaba la discusión era aquél que había sentido más la película. Y siempre supimos cómo reconocerlo, gracias a un algo intangible, algún resplandor en el rostro. Mirábamos a esa alma beatificada con alegría.
Cada uno tenía una personalidad distinta. Roger podía ser extremadamente apasionado y explosivo, manteniéndose a la vez increíblemente perceptivo y perspicaz. Cualquier experiencia cinematográfica podría adquirir nuevas dimensiones después de hablar con él. Bob, había visto todas las obras maestras antes que nosotros, y aprendió su historia cinematográfica simplemente yendo al cine. Cuando nos cansábamos de hablar de películas, cantaba sin esfuerzo viejos temas de rock ’n’ roll como “Angel Baby” de Rosie & The Originals. Yo era el más académico del grupo y mantenía una fuerte creencia de que para entender cualquier obra maestra, tenías que ver al menos cinco películas que la rodearan aunque no fueran tan ‘buenas’.
Mientras hablábamos, mucha gente escuchaba y trataba de participar en nuestra conversación. Pocos se unieron. Pero un día, un joven filipino tímido —Jason— escuchó sin unirse. Roger le pidió que colaborara y se convirtió en parte de nosotros. Jason era nuestro silencioso escéptico humeano, sólo interviniendo para cuestionar nuestros dogmas más preciados. Nos hizo pensar más profundamente. Así era nuestro pequeño grupo diverso de cinéfilos agresivos. Aunque la vida nos ha arrojado todo tipo de situaciones locas, seguimos siendo mejores amigos.
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Todos coincidieron en que la película que me había perdido, El maestro de marionetas, era la mejor de las películas de Hou Hsiao-hsien. Y así comenzó el mito fundador de nuestro grupito. Yo tenía fe en ellos.
La siguiente proyección fue en el Harvard Film Archive, a 4 horas en autobús, pero para poder hacerlo tendría que quedarme a dormir. Hice un viaje a Boston y me quedé con un amigo sólo para ver esa película. Valió la pena, y lo más importante, fue una de las mejores experiencias de mi vida. Todo ser humano tiene que ver El maestro de marionetas en 35 mm, en el aspect ratio adecuada (no ese DVD de basura recortado). En la proyección conocí a un señor taiwanés que no era un cinéfilo, pero que amaba a Hou porque le recordaba a su hogar. Hablamos por varias horas y él llego a conocer Jarabacoa mientras yo conocí sobre Taiwan.
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Las proyecciones de fin de semana se convirtieron en una característica permanente de mi vida. Hice innumerables descubrimientos gracias a los curadores del cine de repertorio de Nueva York que lograron mostrar cosas que ni un maestro pirata como yo podría encontrar. Mis estudios en historia del cine fueron moldeados aún más por mi investigación independiente los fines de semana que por mis clases. Este fue un período de mi vida en el que un viernes estaba viendo una película recién restaurada de Mike De Leon, luego al sábado veía Bringing Up Baby (1938) y Police Story (1985) de Jackie Chan el mismo día, y el fin de semana terminaba con Tormento (1964) de Mikio Naruse.
Y, por supuesto, desarrollé muchos hábitos nuevos gracias a la cinemanía. Empecé a fomentar en mí el fetichismo de ver películas en 35 mm. Antes de ir a Nueva York, nunca había consumido drogas. Pero dormí en una proyección del Trono de Sangre (1957) y desde entonces me he vuelto adicto al café. Aprendí a controlar mi vejiga cuando fui a una proyección de Tie Xi Qu (2002). No pude apreciar una película porque un imbécil me robó mi asiento favorito. Por eso llego a cada proyección una hora antes, y esto terminó traduciéndose a todas las actividades en mi vida. También decidí que la amistad y los enamoramientos fueran al diablo. Una vez comprometí mi asiento favorito debido a que un crush quería sentarse al fondo de la sala. Fue La Gran Ilusión (1937) de Renoir. Todavía siento como si nunca la hubiera visto, por culpa de esa decisión tan miope. Aprendí a evitar las sesiones de preguntas y respuestas porque sólo reducirían el tiempo que tenía para correr a la próxima proyección en toda la ciudad, y me di cuenta de que las personas dispuestas a hacer preguntas tienden a preferir dar soliloquios que recibir información de los cineastas.
Desarrollé heurísticas para decidir qué ver. Todos sabemos que es mejor evitar Quad Cinema y Film Forum tanto como sea humanamente posible debido a sus pantallas pequeñas y entradas caras. Todos sabemos que una proyección de 35 mm es preferible a un DCP (en la mayoría de los casos, porque a veces una experiencia se arruina por una impresión terrible, lo cual me pasó con Ashes and Diamonds). Y las mejores proyecciones eran aquellas de cine mudo, por sus fanáticos (los más conmovedores y amables de todos los cinéfilos) y la música en vivo. Las más especiales para mí fueron en un palacio de cine antiguo en Jersey City ¡que estaba restaurado y dirigido completamente por voluntarios! Siempre iba a apoyar a esos soldados del cine.
También hubo encuentros fortuitos. Una mujer finalmente se unió a nuestro equipo durante la proyección de Secret Sunshine (2007) de Lee Chang-dong. Esta fue la primera vez en mi vida que el romance y el deber se alinearon en mi vida, desafortunadamente ella tuvo que regresar a su país unos pocos meses después. Por otro lado, me encontré con mi héroe, el estudioso de cine David Bordwell dos veces durante su visita a Nueva York, pero era demasiado tímido para hablar con él.
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Durante mi tercero año de universidad, la vida se volvió más difícil para mí económicamente. Me mudé fuera de la ciudad y viajaba desde Newark. Tenía que tomar un autobús, una caminata de 15 minutos y 2-3 trenes para llegar a las proyecciones, a la escuela y al trabajo (obviamente trabajaba en un archivo de cine, como proyeccionista, y para una revista de cine). No podía ir al cine, al menos ya no era razonable hacerlo.
Pero una retrospectiva de Tomu Uchida me obligó a tomar medidas poco razonables. Esa situación hizo que el único lugar donde pudiese hacer mi tarea fuera en el MoMA durante la hora antes de la proyección, así que allí las hacía. Luego veía la película, llegaba a casa a las 11:30 p.m. y seguía esa rutina casi todos los días para no perderme ninguna de las películas. Así fueron mis últimos años en este mundo.
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Después de siete meses en este nuevo mundo, no se sabe qué va a pasar con el cine de repertorio de Nueva York. Supongo que soy un poco más pesimista que algunos de mis amigos. Pero una cosa está clara, estos santuarios del cine no eran simplemente el patio de recreo de la élite intelectual y privilegiada. Incluso con todos sus defectos, abrieron sus puertas a personas como Roger, Bob, Jason y yo a los tesoros del cine, así como a la amistad forjada por algunas de las experiencias más profundas que hemos tenido. Ninguno de nosotros teníamos antecedentes "intelectuales" o "artísticos", pero nos convertimos en parte de esta comunidad de ideas, de imaginación, de luces y sombras que se extiende a cualquier rincón del mundo, incluso mi Jarabacoa. Todos los que iban a esas películas podían reconocer las caras de los demás, incluso si a menudo fuéramos demasiado tímidos para hablar. Para nosotros, el cine era ese tercio trascendente que nos unía incluso en ausencia de palabras.
Me entristece decir que este mundo puede que se haya ido para siempre, pero las películas, la pasión, la comunidad que los animó tomarán nuevas formas en medio de la pandemia. La ironía de todo esto es que la muerte de una cultura cinematográfica vibrante en Nueva York coincide con la Edad de Oro de la misma pero para los que viven en pueblos pequeños como Jarabacoa y nos presentan una oportunidad única para crearla de una manera mas comunitaria y decentralizada. Pero esta es otra historia, una que tendré la oportunidad de contar en otra ocasión.