ESTIU 1993
- I tu per què no estàs plorant? -
por Eduardo Ceballos
Nací en primavera, y desde siempre he amado los abriles, pero hay algo mítico sobre los días soleados entre el mayo tardío y el agosto temprano. Un fuerte olor a lluvia tibia evaporándose del asfalto, rodillas raspadas y sudor, y el futuro siempre flotando en el aire, como suspendido. No puedo ser el único niño que contaba los ciclos de su vida en navidades y veranos. En efímeras burbujas de tiempo congelado. Como el breve silencio entre latido y latido. Con este llevaré veinte veranos, y nunca me sentí menos adulto, nunca miré tanto hacia atrás como ahora, como buscando algo que se me haya quedado en el camino, y me sirva para seguir adelante. Eso, entre muchas otras cosas, es lo que es esta película, el gesto de abrirse como un libro y buscarse a sí mismo entre letras borrosas y desgastadas, y a la vez, lo que es sin duda un acto de generosidad infinita, el ofrecerse a sí mismo. Cargada de una autenticidad tal, que es propia sólo de la más íntima de las confesiones y recuentos del mito personal, la ópera prima de Carla Simón me conmueve, por ser todo lo que quisiera que fuese mi primera película, bella, bella hasta lo inefable sólo con ser un dulce acto de verdad.
En Verano 1993 habita un amor que se desborda, un amor por la pieza, por la historia que cuenta, por las personas reales detrás de la ficción, e incluso, como si se filtrara de la pantalla hasta nosotros, un amor entre aquellos que la realizaron y la hicieron posible. Este amor me frena al momento de pretender escribir sobre ella, porque quisiera con lo que sea que diga alcanzar su sensibilidad. Sin duda algo me atravieza de las piezas que son una carta de amor, y una despedida, y un agradecimiento, y un pedir disculpas. Me hacen pensar en cómo el lenguaje nos traiciona y en cuanto es imperfecto, y de cómo el arte, de entre todo lo que representa, es también humildemente un intento de hablar por encima de la traición del lenguaje, es un esfuerzo por sacarse el corazón y presentarlo como discurso. Expresar, es una acción que para ser efectiva se enfrenta a la primera de las cosas difíciles, sentir, y comprender lo que se siente. Debo decir, que las piezas así me tocan y me tiran de hilos muy en lo profundo, porque también me hacen sentir menos solo. Yo no sé hablar, nunca supe, porque no he podido superar la frustrante disonancia entre lo que siento y lo que digo, para la cual no basta el poder poner bien las palabras una detrás de la otra. Es una cuestión de no poder hacer coherencia de aquello que implica estar vivo, y es eso lo que frustra el lenguaje, la insuficiencia de los sistemas que hemos creado, frente al hecho de que todo lo esencial permanece más grande que nosotros. El hecho de que todo lo esencial permanece inenarrable. Es una cuestión sobre cómo el Sentir nos supera. Sentir, o el comprender lo que se siente, es una acción que para ser apropiada se enfrenta a la segunda de las cosas más difíciles, crecer, y es sobre esto también que me habla esta película, y es por esto de igual forma que me hace sentir menos solo, porque es un diálogo con alguien más que intenta desesperadamente sacarse algo del pecho, manifestarlo, materializarlo en algo más grande que sus palabras y ofrecerlo desnudo, y para mi que lo veo en la pantalla es algo íntimo, es un regalo, es una confidencia. Me siento menos solo porque es una conversación, una buena conversación, porque esas están hechas de la misma materia que el buen arte, que te conectan con el otro más allá de las palabras, y te hacen escuchar la metafísica que se hilvana entre ellas.
Verano 1993 nos da un lugar en el tiempo que nos presenta esta historia como una memoria, e inconscientemente la experimento así, como un recuerdo, la siento así, como algo tibio que empieza en la mente y baja hasta el pecho mientras se narra, y ya cuando veo los ojos brillantes de Frida, la niña que acompañamos a lo largo de este legítimo viaje del héroe, no solo veo a la niña, sino que escucho a Carla Simón a mi lado contándome la historia que asumo que es suya y asumo que es valiosa. Y aún siendo una ficción, les pregunto ¿no lo son todos los recuerdos? Al final deja de ser importante el hecho concreto y es la esencia del suceso lo que se rescata. Le adjudico a la realizadora estas memorias y surge en mí una preciosa sensación de complicidad.
“¿Y tú por qué no estás llorando?” Es la primera línea de esta película, o al menos, la primera que importa. Es una pregunta casi acusatoria, un dedo índice señalando agresivamente a nuestra protagonista. Para mi, esta película es el llanto de Carla Simón, es otra forma de llorar, y es la culmine de sentir, crecer y expresar. No sé cómo empezamos a comprender el mundo, ni siquiera lo imagino. Cómo es que siendo niños se nos empieza a plantear en fugaces rafagas de realidad la fragilidad de todo, la impermanencia de todo, y la brutal complejidad de lo que representa absorber el mundo. ¿Qué son el dolor y la pérdida? ¿Cómo se traduce el peso conceptual de esas realidades mientras se es solo un retoño? Más aún, ¿cómo se logra mientras se está vivo? Me parece a veces que ser un adulto, implica creer tener herramientas que se te van perdiendo en el camino. Carla Simón lo logra, conjuga dentro de sí, se eviscera el discurso y llora su llanto. ¿ Pero qué hacía Frida con sus seis años, más que sentir dentro de sí el peso y el calor de algo indecible? Y es que crecer, es una acción que para ser próspera se enfrenta a la más grande de las cosas difíciles, vivir, y más aún, empezar a vivir. Yo, en mi propia búsqueda de sobrellevar el mundo, ando eternamente con el pecho abierto y el corazón en la mano, dejando al aire crudas, inarticuladas y torpes las cosas que sufro si me tengo dentro, y con mis pocos años esa ha sido mi ingenua solución. Pero Frida tiene algo más grande que ella atascado, y en su pequeñez no solo es incapaz de articularlo, sino de propiamente sentirlo y comprender que lleva un dolor. Así como me evidencio en bruto en un esfuerzo por superar mis discrepancias con mi mundo, debo resaltar el inmenso valor de aquellas personas que solo en tímidos instantes regalan trozos de sí mismos, y así como en los ojos y en el silencio de Frida, se ve igual en los suyos la inmensidad de un sentir muy adentro. Así me da esta película otra razón para apreciarla, por ser la delicada muestra de un sentir, con el amor que desborda, como con la pequeña tristeza que la cubre y la bella manera en la que la realizadora se filtra a través de ella. Quizás no se debe romantizar la tristeza, pero hay un velo extraño con el que se cubren a veces la nostalgia y la melancolía, y la búsqueda dulce de las cosas perdidas, que se siente como la luz filtrada de la tarde vista a través de las ventanas. Una tristeza áurea si se quiere.
Es de noche, se cierran las puertas traseras de aquella minivan amarilla, amortiguando el ruido de fuegos artificiales y gritos de niños jugando, vemos las chispas y destellos a través del cristal y las manos que se agitan diciendo adiós, y me golpea de forma instantánea aquella sensación tan familiar. Una genialidad de una simpleza hasta tonta. Increible como se representa el “dejar atrás” con tan solo cerrar una puerta. Termina una cosa, la que sea que haya sido y empieza el verano, y el viaje. Arranca el motor y avanza la minivan hacia lo desconocido, arrastrando la extraña atmósfera en la que nos introdujeron. Frescos en mi el rostro de la niña, la caja de cigarrillos en la mesa de noche, la cama sin sábanas, una canción cantada sobre los dulces acordes de una guitarra acústica, y la abuela que dice “Ten, para que te acuerdes de tu mamá” , y la vida avanza indiferente en la oscuridad de la noche, corre otra niña detrás de la minivan diciendo “adiós frida” como la estela de pasado que arrastra siempre el presente. Adiós Frida, adiós frida, adiós...y no se oye más. Y sé que está ahí Carla Simón que me lo cuenta, con una luz en los ojos. La cámara, como en otras pocas veces durante la película, ve a través de los ojos de Frida, de los de Carla en su recuerdo como la niña de su ficción, y se ilustra ante mi la persona que me narra, contándome los detalles impresos en su memoria de aquella cocina, del pequeño canasto en una esquina, de los ajos y las cebollas que cuelgan, de la voz de Marga no muy lejos que habla en susurros con su amiga, y me lo creo, me lo creo todo. Se escucha Estevan, su tío, hablando por teléfono cosas de adultos, y con esa sensación que reconozco, con esa sensación que se que he vivido, Frida observa su presente como si fuera solo un sueño, un mal sueño. Amanece y se oye una niña aún más pequeña que canta a lo lejos, es Anna, y con ella se terminan de introducir los recipientes de toda la gratitud que exuda la película, y quizás también de algunas disculpas.
Hay un rechazo de Frida hacia este nuevo mundo que se expresa en una infantil hostilidad, producto de su malestar, como el león incapaz de sacarse la espina, pero Frida no se vulnerabiliza, no estalla, no se quiebra, y lucha, seguramente inconsciente incluso del por qué, contra el giro de su vida, y sufre, aunque esto no pueda salir de su boca. Este es un dilema que se ilustra delicadamente a lo largo de la pieza. Frida ordena sus muñecas, mientras habla con su prima pequeña quien ahora le hará de hermana, se va la energía eléctrica, los padres buscan a Anna, maúlla el gato en el alboroto, no se ve nada, una luz alumbra a Frida, recogida en silencio en una esquina, en medio de la oscuridad, no grita, no llora, no se asusta, solo mira al vacío. De esos momentos que ilustran el malestar, quizás este es mi favorito.
De la colección de momentos genuinos que es esta pieza, hay una relación a lo largo de ella que me llama la atención por encima de las demás, y que entiendo que es a causa de una conciencia adquirida con los años de parte de Carla Simón, y es su pulso con Marga a lo largo de la película. Esta figura maternal conflictiva que está supuesta a reemplazar a la madre, y es el personaje con el que hay más pugna y disidencia, es el personaje al que Frida le muestra mayor resistencia pero es también el que ella más quisiera que la acoja. Marga es el personaje que más la confronta, pero es el personaje que más la cuida, más la valora, más aboga por ella y el que más activamente acciona para que ella crezca. En los tres meses que cubre esta historia, Marga sin duda la cría. Hay que contemplar que esta es una película que alguien pensó y construyó, y que estos son personajes que vienen de la realidad. La dinámica entre Frida y Marga es el sello evidente de un adulto dando las gracias, con las características claras de alguien que mira hacia atrás identificando quienes son responsable de que sea quien es ahora. La veo sonreír a Carla Simón mientras me cuenta la historia, cuando menciona su nombre, mientras me dice sobre las tontas discusiones y sobre como Marga la obligaba a beberse los vasos de leche. “La quería, la quiero, la amo” imagino que me dice. Y lo veo, lo veo en los momentos en los que Marga se va de su lado y Frida la llama, grita su nombre, en cómo Marga la defiende de quienes la rechazan, en cómo le insiste que se amarre los zapatos, y lo veo también en cómo Frida teme por ella, en cómo al final ve a su madre en ella y no quiere que la vida se la quite.
Esta película está lejos de ser una tragedia, precisamente por el proceso que representa tanto dentro de la ficción como fuera de ella. Hay algo poético en una pieza que describe una catarsis y que a la vez es la catarsis de la realizadora misma. Es un viaje doloroso, en el que se desprenden cosas. Matan un cordero frente a los ojos de Frida y ella pierde algo de su inocencia, su madre está muerta y no volverá jamás, y la gata Fedelspata no se ha ido de viaje. Es un viaje doloroso, pero que va a alguna parte, se intercambia amor y se superan las crueldades características de un niño que no sabe quién es ni lo que hace, y necesita algo con urgencia. Frida lo siente mucho, Carla Simón lo siente mucho y pide perdón con la sincera apreciación a estas personas. En un último golpe de no-pertenencia Frida huye de casa en medio de la noche, empaca las pocas cosas que le importan en la vida y sale a la oscuridad. “Me voy porque nadie me quiere” le dice a su prima. Frida vuelve derrotada, superada por el miedo, pasa entre los padres que la buscaban eufóricos y simplemente se va acostar y es aquí cuando recibe una bella tregua, Marga se acuesta a su lado en un gesto de comprensión y complicidad, como decir “te entiendo, te acompaño” y sé ahí que todo estará bien.
El verano terminó, al día siguiente empieza la escuela y se termina la breve burbuja de tiempo congelado, y Frida por fin encaja en su lugar, y entre juegos y cosquillas, risas y gritos infantiles se da cuenta de que hay algo que había estado sintiendo todo este tiempo, fué acompañada hasta poder darse cuenta de que cargaba con algo, y como traído desde sus vísceras por una espontánea felicidad, Frida llora, llora todo su dolor y le brota como una fuente, en su capacidad de sentir ha crecido. Así vuelve el héroe al mundo ordinario con su elixir. A mi lado, Carla Simón también llora, y yo la entiendo, ella me entiende, me abraza, la abrazo, le agradezco haberme dado un trozo de su vida y somos amigos mientras corren los créditos.
PD: Gracias Ana Pfaff por haber montado así, seguramente tú también me abrazaste.
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