LA INFANCIA DE IVÁN
Las paradojas del ser humano durante su brevísimo tiempo de vida
por Rita Lozano
La infancia de Iván, es el primer largometraje de Andrei Tarkovsky, realizado en 1962. Con él ganó el León de Oro en el Festival de Venecia, cuando tenía 30 años. Debo confesar que es un filme hermoso y horrible a la vez, pero hay tantas cosas plasmadas en esos 94 minutos de cinta, que sin duda eso la convirtió en una de mis películas favoritas.
Un amigo muy querido me dijo una vez que a las películas de Tarkovsky no había que mirarlas en términos de historia o querer analizarlas como a las demás, ya que Tarkovsky era un poeta y sus películas había que sentirlas. Platicábamos acerca de mis primeras impresiones o confusiones después de haber visto El Espejo — mi primer acercamiento al trabajo del cineasta. Asumí entonces que las películas de Tarkovsky tenían algo más que ofrecer al espectador, así que me dispuse a apreciarlas, no sólo con los sentidos, sino con aquello que pudiese alcanzar a captar la razón y el corazón.
¿Acaso la vida no es más que un sueño con un tiempo definido? Las primeras escenas parecen mezclar la vida y los sueños de Iván, en donde volar como mariposa parece de lo más natural, para luego regresar a la tierra, a las raíces, mientras escucha el canto de un pájaro cucú. Iván despierta de ese sueño, para ingresar a su realidad, un amanecer, sí, pero lleno de cadáveres durante la segunda guerra mundial, algo que nadie desearía para un niño y vemos en los siguientes segundos un camino difícil de andar hasta el atardecer.
Iván nos sorprende porque lo vemos niño, pero mira como adulto — ignora como alguien molesto con las cosas de este mundo. Sin embargo luego le surge la fragilidad manifiesta e inevitable, como el sueño que te vence y los afectos que también derrotan actitudes rígidas para permitirnos abrazar a otros, así como Iván abraza al oficial Jolin y permanece en su abrazo, confiado del cariño que hay ahí.
No vemos escenas violentas de las acciones de la guerra, pero podemos observar algunas de sus consecuencias. De esta manera, el espectador construye en su mente lo que llevó a esos resultados, haciendo un estilo de narración que crea una percepción más intensa. En medio de ese devastador escenario de guerra, la belleza, de algún modo está presente, de inicio no lo notas, pero está en todos lados, en algo tan sencillo como un tronco de abedul, hermosura que aún cortada se nos ofrece y podemos observarla con cierta nostalgia en las paredes de una cabaña, al igual que la vemos en los jóvenes arrastrados a la misma guerra… ahí están con su encanto, su juventud, las sutilezas de los anhelos en sus corazones y con la desolación de su futuro ahora incierto. Porque aún en medio de algo tan espantoso como un conflicto bélico, surge el amor, el deseo, la alegría y todo esto sucede tanto en las pausas de la guerra, como en las pausas de la vida. Nada en nuestra experiencia física es eterno como para ser una acción ininterrumpida, pero el instante mismo de un beso puede sentirse sin fin e irremediable, como un disparo al corazón del que no pudiste escapar.
Justo esto nos muestra la película: las pausas, así como lo que sucede en ellas, las reacciones que más allá de la razón, provienen de esa naturaleza humana que nos hermana y de la sorpresa ante las cosas que enfrentamos, porque como menciona muy atinadamente uno de los personajes, “todo es súbito en la vida”. Así vemos a la señorita Masha que, ante un beso robado, se queda con ganas de borrar lo sucedido, de escapar como un pajarillo después de que un chiquillo, que lo ha atrapado antes, lo ha puesto en libertad, sin saber si debe volar o regresar a la tibieza de las manos de quien segundos antes fuese su captor. Y nos susurra con imágenes, que el sentimiento embriaga, el amor lo hace, lo mismo que la ira, sin importar lo que suceda alrededor.
Aquello que nos conforma y distingue como especie, se hace presente inexorablemente de una manera u otra, como la música, el arte, la creencia de un Dios, un niño que desea un juguete, la añoranza y el recuerdo de un amigo que ya no está e incluso, a veces, hasta la premonición de la muerte. Esas son las certezas… y luego, vienen las paradojas que coexisten en nuestro interior: un niño que ha aguantado más de lo que un hombre entrenado para la guerra podría; dos hombres, a punto de salir en una misión, dispuestos a morir o a matar a quien sea, preocupados por el futuro de un pequeño y su bienestar; un sujeto puede estar maltrecho por las circunstancias, pero dispuesto a seguir adelante; un anciano atormentado por los horrores de la guerra hasta perder la razón, puede ser capaz de decir alguna verdad profunda; un niño que quiere ir a la guerra, para vengar a su madre y ayudar a exterminar a la mayor cantidad de enemigos posible, pero que, en algún punto de sí, conserva bondad suficiente para dejarle comida al abuelo que ahora vive entre las ruinas en un estado de locura. Sin duda, somos criaturas complejas.
Durante las guerras el ser humano externa lo peor y a veces lo mejor de sí… el mal, la falta de piedad, heroísmo, ira, hermandad, intolerancia; todo ello volcado en ruindades con el único objetivo de dañar; sin embargo, en este plano material en el que nos desenvolvemos, los signos sensibles suelen ser los parámetros de percepción, un ejemplo de ello es el sonido o su ausencia, que suelen ser síntoma y secuela a la vez de lo que está sucediendo alrededor, y cuando se vuelve definitivo, es su reconocimiento lo que rompe el hechizo funesto de quienes se ven envueltos en ella, ya sea para anunciar la victoria soñada después de tantas penurias o el cese de los enfrentamientos. Trágicamente, el triunfo de uno es la muerte y el sufrimiento del otro; como en el sonido de una campana, el badajo se mueve de un extremo al otro, hacia posiciones contrarias, ya sea en personas diferentes, como en el caso de la victoria y la derrota, o en la misma persona, como el dolor de un niño indefenso ante la pérdida de su madre y el deseo febril de venganza. Pero estas reacciones pueden ser distintas en cada individuo. Mientras Iván permanece impávido ante un bombardeo, como quien ya lo ha visto todo, Galtsev, un soldado mayor que él en edad, llega asustado a tratar de tranquilizarlo y es que las emociones, así como los sentimientos, nada tienen que ver con la edad, sino con el estado del corazón. Resulta sorprendente que, aún siendo una narración de tiempos de guerra, nos permita contemplar reflejos de la naturaleza y acciones humanas que se repiten en distintas circunstancias, así como algunas particularidades del mundo, presentes, independientemente del conocimiento que se tenga de ellas.
Nuestras acciones toman el rumbo de nuestras decisiones y hay tantas opciones como manzanas en un camión lleno de ellas… las personas van escogiendo, tomando su camino, sin saber de quién será el fruto de lo que hacemos en vida o a dónde irá a parar una vez que partamos. En algún punto, Iván es un niño que propios y extraños e incluso el enemigo quisieron proteger, sin embargo, él forja un camino distinto. Y aún en la noche más obscura, aunque no lo percibamos, la belleza está presente de las formas más inverosímiles, como en la quietud del agua de una ciénaga, en las siluetas negras de los árboles en la madrugada, así como de manera terrible e inverosímil, en las mortíferas luces de los ataques; la realidad física, también tiene sus paradojas inevitables. Tanto en los ratos de alegría, como en los de desolación, el ser humano carga con todas sus contradicciones sin que ellas supongan un conflicto para la existencia, y así vemos a dos soldados que sabemos son rivales en el amor, acompañarse y cuidarse para sobrevivir porque son compañeros de armas. “¿Acaso ésta no es la última guerra en el mundo?”, pregunta Galtsev con su juventud llena de cicatrices en una de las últimas escenas. Debió serlo, después de los horrores vividos y presenciados por toda la humanidad; sin embargo, tristemente tengo que escribir ante la pregunta planteada por este personaje, que la segunda guerra mundial no fue la última.
Vemos también el destino forjado y alcanzado por Iván; pero lo que queda en él, no es esa transición dolorosa del paso por la muerte, ni su sufrimiento en el mundo. Lo que queda es el sueño de la vida, el amor experimentado, los compañeros de viaje, los juegos, los recuerdos de la felicidad, de los días de sol, de agua fresca, de amigos y aún después de habernos sentido solos o perdidos por momentos, el recuerdo de la alegría. ¿Acaso no venimos a jugar y a ser felices en esta vida? En qué momento la humanidad torció ese sueño con la guerra y la violencia, que no se da cuenta de que la vida es tan breve como el sueño en una noche, sin importar los años respirados. El lugar de donde sales para jugar, como un niño que termina de contar recargado en un árbol para correr a encontrar a sus compañeros, es el mismo lugar al que regresas al final.
Desde hace algunos años pienso que los seres humanos, en el vasto recorrido del cosmos y sus estrellas, somos apenas brevísimos suspiros de eternidad, y esta película es realmente impresionante, porque Andrei Tarkovsky dibuja magistralmente, a través de la historia de un niño que ha perdido su infancia por la guerra, la esencia, así como las paradojas que suceden en el tiempo de vida, a pesar de las circunstancias.