BELFAST, MAINE
Pintando con la Cámara
un texto de Daniel C.
¿Qué tiene la ciudad de Belfast, Maine, de especial? Nada, realmente. Es un pueblito costero. Es muy escénico, pero hay muchos otros pueblos costeros parecidos en el mismo estado, y hay muchas otras costas en el país, y en el mundo, igualmente escénicas. Además, Wiseman, el director, no luce interesado en la belleza de la costa per se. Cada vez que la vemos es como fondo de imágenes de trabajadores, como los pescadores de langostas que salen temprano por la mañana al mar a recoger sus trampas en la primera secuencia. De hecho, en esa primera secuencia está la vista del mar impedida por la neblina, como si él nos estuviera exhortando de entrada a mirar no a la distancia, sino a lo que está justo en frente: la gente. ¿Qué tiene la gente de Belfast, Maine, de especial, entonces? Nada, realmente. No hay ninguna industria moderna ni particularmente antigua que no se encuentre en ningún otro sitio. No hay ningún recuento de ningún acontecimiento extraordinario, ningún crimen, ninguna cualidad especial de la gente (aparte de la amabilidad típica de Nueva Inglaterra), ninguna razón por la cual la ciudad sería foco de noticias nacionales. La ciudad, si algo, se siente deprimida, pero no tan deprimida para merecer atención particular por eso.
Belfast es una ciudad de gente ordinaria, mayormente de clase trabajadora, con un promedio de edad bastante avanzado, como vemos. Estas son cosas imposibles para Wiseman de no observar y mostrarnos pero la película no parece querer hablar sobre eso específicamente. Para eso ya tenía otras películas, como lo muestran varios de sus títulos: Hospital (1970), Welfare (1975), Near Death (1989), Public Housing (1997). La película es una documentación de la vida en un pueblo, mostrando una curiosidad ilimitada por lo que hace la gente. Esto incluye secuencias de: un negocio de lavandería, una clase de arreglos de flores, una fábrica de productos a base de papa, unos leñadores desayunando en un comedor que también parece ser una tienda de productos de leñería que hablan sobre su negocio y sobre la caza, una clase de ballet, una reunión del pueblo discutiendo un posible plan de seguro médico, una práctica de coro, una reunión en un lugar privado sobre el matrimonio gay (estamos cerca del 1999), una cafetería de caridad donde se reúnen los indigentes, una secuencia muy memorable en una fábrica de enlatar pescado, un bautizo en una iglesia, una charla sobre la guerra civil, un hospital y muchas secuencias sobre trabajadores sociales visitando a gente vieja o infirme o con problemas personales de alguna naturaleza. Entre estas secuencias tenemos imágenes del pueblo, de casas, de carros, de iglesias, de naturaleza y también, sí, ocasionalmente de la costa.
Las secuencias no tienen narración. No hay ninguna trama ni ningún arco ni ninguna historia que esté tratando de contar. Lo que hay son muchas pequeñas historias, del tipo que uno le podría contar a su esposa al final del día, o a un hijo que esté de visita, en la naturaleza de: “visité a tal o cual paciente, sigue sin dejar de fumar,” o, “fui a la práctica de coro hoy, hablé con fulano que me contó que su mamá está enferma,” o, “fui al bautizo del niño de mi amigo,” o simplemente, “fui a la fábrica hoy, nada nuevo.” En otras palabras, historias de la vida regular. No son glamorosas ni emocionantes, ni por lo general muy interesantes, pero en ellas se ve el material de la existencia.
Mucho de la vida es rutinario, lo cual hace que las cosas pierdan su lustro y su capacidad de hacernos sentir asombro. Sin embargo, a través de la distancia que nos da la filmación, vemos lo extraño, lo cómico, lo triste, como si fuera con ojos nuevos. Tal vez no sea particularmente extraño para alguien que participe de servicios religiosos oír los cánticos de los pastores, pero cuando él se enfoca en tres de estos comunicándose con la congregación de esa manera por un período de tiempo que se siente extremadamente prolongado, de repente nos hace preguntarnos por qué, de dónde viene esa tradición, si no hay algo absurdo en ella. ¿Por qué no dicen simplemente de una forma normal lo que quieren decir? Las imágenes de los congregantes nos hace ver que ellos no lo están sintiendo así. Para ellos es algo probablemente semanal, por lo tanto acostumbrado. Así con las secuencias de las fábricas. Hay algo hipnótico en ver a un grupo de mujeres cortando papas por mitad para ponerlas en un recipiente metálico que luego las transporta a otro lugar, donde pasan por otro procedimiento, haciéndonos considerar la interacción de lo industrial y robótico con lo humano (imposible no pensar en Modern Times de Chaplin viendo esa secuencia). Lo mismo con la manera tan impresionantemente eficiente y veloz con que los trabajadores le cortan las cabezas a las sardinas en esa otra fábrica para meterlas en latas, sus dedos vendados por las cortadas que se han hecho ellos mismos con las tijeras.
Más allá de su capacidad de despertar nuestra curiosidad por cosas ordinarias, es en la procesión de secuencias, silenciosamente apiladas una tras otra, que se encuentra la capacidad de la película de poner a trabajar nuestra inteligencia y que nos hace buscar un sentido más general a todo lo que vamos viendo.
Las innumerables secuencias de los trabajadores sociales visitando a personas que no pueden cuidar de sí podrían hacernos pensar que la película tiene un propósito político¹, que Wiseman nos está obligando a observar la vida de gente más desafortunada que nosotros para sacudirnos de la indiferencia cuando presenciamos su sufrimiento relacionado a lo difícil que se les hace conseguir la medicina que necesitan, o el tratamiento psicológico, o lo desamparados que se encuentran frente a una sociedad despiadada. Wiseman no hace un secreto de sus preferencias políticas en entrevistas. Sin embargo, reducirlo a un comentario político sería robarle a la película la mayor parte de su poder. Lo que nos dice va mucho más allá de cualquier llamado a la acción. Es mucho más una visión de la existencia humana.
Para Wiseman, por lo menos en esta película, el elemento primordial de la existencia, lo que parece rodearlo todo, lo que conforma el principio y el fin, es la pérdida. Hay una tristeza que se permea en las escenas. Aparte de las de los personajes verdaderamente preñados de ella, hay un sentido en el cual el resto de la gente se siente también afectada por la pérdida. Por lo general, a Wiseman le tiende gustar enfocarse en rostros algo maltrechos, en los cuales se lee el sufrimiento. Es posible que se pueda decir esto de cualquier persona más allá de cierta edad y el asunto es que la edad de la gente en Belfast sobrepasa este punto. A uno le da la sensación de que las escenas que captura, que siempre incluyen interacción humana, son como pequeños momentos de interrupción y animación dentro de vidas esencialmente solitarias, de que la mayor alegría en la vida de ese leñador es sentarse a conversar sobre el tipo de árbol que no se debe cortar mientras desayuna por la mañana. No lo vemos en esta película, pero uno se imagina que por la noche podría ir a un bar, de donde saldrá totalmente borracho, tambaleándose hacia su casa para dormir antes de comenzar un nuevo día, donde se va a sentar en el mismo sitio, a hablar sobre las mismas cosas. Cuando vemos a una trabajadora social visitando a un hombre que había sufrido un derrame, nos distraemos por la conversación sobre las píldoras que toma y demás, y lo notamos energizado por la posibilidad de conversar con ella hasta que ella le pregunta, despidiéndose, si hay algo más que necesita, y leemos en su cara una expresión de pánico: quizás no tenga ocasión de hablar con nadie más hasta que la misma mujer vuelva a visitarlo.²
La prevalencia de tales escenas hace que aquellas que contienen a gente joven, en una clase de ballet, o montando patineta en un parque, se sientan extrañamente ominosas. Los más jóvenes que vemos trabajando en las fábricas se sienten como viejos prematuros. En una escena en un hospital, entre varias escenas cortas de gente describiendo sus dolencias, vemos a un recién nacido. Qué bonito, excepto que de una vez nos enteramos que tiene leucemia. No sé si Wiseman habrá cortado otras escenas de niños recién nacidos que no tenían leucemia, pero casi se siente como demasiado. Así también con las escenas de los personajes de Belfast para quienes la vida no es tan onerosa. Uno presiente que su estado actual de bendecidos no va a durar mucho, o incluso que hay algo frío y desalmado en la forma en que se mantienen a una distancia de aquellos que están mucho peor. Por demás, parece haber algo triste de por sí en la vida en un pueblo tan insignificante como este, incluso para esa gente, como si el pueblo fuera una especie de cementerio de sueños.
La falta de narración y el estilo pueden hacer que parezca una película impersonal. Está simplemente tomando imágenes de gente diversa haciendo lo que hacen regularmente. Pero en realidad la elección de secuencias, la edición, la estructura, la decisión de meter algo en un sitio en vez de otro, parte de una visión profundamente personal. Lo que documenta Wiseman realmente no es a Belfast, Maine. Lo que está haciendo es usando a Belfast, Maine como canvas para expresar lo que quiere. Si Wiseman fuera un pintor, tal vez sería alguien como Bruegel, en la forma en que logra una visión totalizante de un pueblo a través de muchas pequeñas escenas en sí no muy significativas, pero también en la decisión de documentar a gente ordinaria y en la calidad satírica de muchas de las secuencias. Como esto es cine, en vez de poner todo en un mismo plano, se extiende a través de 4 horas.
En cuanto a lo satírico, Errol Morris, otro documentalista estadounidense, describió a Wiseman como el rey del cine misantrópico. Puede que esto sea un poco una exageración, pero está claro que Wiseman tiene un ojo particular para encontrar lo absurdo en lo que decide filmar. Temprano en la película vemos a un grupo de mujeres mayores tomando una clase donde les enseñan a preparar arreglos florales. Wiseman decide enfocarse en una mujer cuyo recipiente para las flores es una cara de un anciano sin dientes que tiene un parecido marcado a ella misma. La cámara hace zoom al recipiente, luego echa para atrás y se enfoca en la cara de ella, y uno se pregunta si ella se da cuenta de lo mismo que nosotros. En otra escena vemos a un trabajador social (Belfast parece estar cundido de ellos) leyendo un texto científico sobre la importancia de la atmósfera para la vida en la tierra a un grupito de hombres mentalmente retrasados. Esto dura unos cinco minutos, en los cuales se enfoca específicamente por largo rato en el joven con síndrome de Down que está al lado del lector, para quien lo que está leyendo está claramente más allá de su capacidad de comprensión. Hay algo cruelmente cómico en ver a ese pequeño grupo confrontado de repente con la acumulación de toda la sabiduría humana a través de los siglos, totalmente ajenos a lo que el hombre decidió, por alguna razón, que les iba a entretener. Aún así, la comedia no luce ser tanto a expensas de ellos sino de la situación, que podría haber venido de un sketch de Monty Python.
Viendo la película nuevamente para escribir esto, seguía surgiendo para mí la pregunta de si el romance sería posible en el universo de Wiseman. ¿No implica el romance una especie de desafío a los achaques y los infortunios de la vida, una despreocupación por los problemas de uno mismo y de los demás para dar lugar a una afirmación de la vida, a una esperanza de felicidad? Uno siente que si Wiseman se concentrara en representar el romance se enfocaría en toda la gente que no lo logra, que no consigue lo que quiere, cuyas vidas al final se ven marcadas por una resignación al destino. Tal vez eso en su manera puede llevar a una forma de afirmación de la vida. Tal vez, también, es una visión más completa y madura de romance una que acepta la pérdida como un elemento esencial en vez de intentar escaparla. Después de todo, incluso si uno consigue lo que quiere, ¿no es eso también una especie de pérdida? Por lo tanto, no es necesariamente que uno no se pueda imaginar a alguien en este universo queriendo desafiar momentáneamente a su porvenir. Uno simplemente presiente que Wiseman lo estaría esperando del otro lado con su cámara. (Quizás en el asilo de ancianos de Belfast donde están siendo entretenidos por un músico tocando canciones de amor de los años 50.)
Si al universo de Wiseman lo empapa la sensación de pérdida, también es verdad que hay momentos, como en cualquier vida. Hay momentos de amabilidad, ternura, compasión, comedia, entretenimiento, belleza y también momentos donde se rompe la monotonía para uno sentir fuertemente. Posiblemente la escena singular más poderosa de la película es cuando un hombre (que no sabemos de dónde viene ni quién es ni por qué está haciendo esto) va caminando hacia adonde un lobo cuya pata quedó cogida en una trampa puesta por él debajo de la grama. Siendo un lobo, no sabe ni siquiera cómo pedir piedad, solamente ladra suavemente, dando muestra de que sabe lo que viene cuando el hombre se para en frente de él, apunta con una pistola y por un segundo parece ponderar el poder asombroso que tiene en sus manos de acabar con una vida y le dispara en la frente. El lobo cae, muerto. Luego le dispara de nuevo para asegurarse. O quizás para que no sufra. O quizás por rabia, hacia el lobo o hacia la vida en general.
Hay una belleza profunda en Belfast, Maine, la película. Es una belleza triste, del tipo que uno puede sentir en un cementerio (que es efectivamente la última imagen de la película). ¿Quiénes eran toda esta gente? ¿Qué hacían? ¿Quiénes los querían? ¿Con qué soñaban? Solamente hacerse las preguntas genera una sensación de nostalgia por algo que siempre va a permanecer fuera del alcance. Pero hay una belleza en eso y también un sentimiento de que la vida sería menos de no estar conscientes del sufrimiento de los demás, por poco que uno sea capaz de hacer al respecto. Posiblemente si uno va a Belfast, Maine, el sitio, armado de la visión de Wiseman, uno pueda ver eso mejor. O quizás solo hay que mirar más alrededor de uno mismo.