REFLEJOS EN LOS CRISTALES
Like Someone In Love (2012) Dir. Abbas Kiarostami
un texto de Bruna Braga
“No estoy mintiendo.” Estas son las primeras palabras que escuchamos en Like Someone in Love de Abbas Kiarostami. Pero no logramos relacionar esta voz con la imagen que se nos presenta: un plano estático de la esquina de un bar lleno de gente en Tokio. Esta imagen desorientadora, hirviendo con caras distintas, colores y sonidos, nos hace cuestionar no sólo lo que estamos viendo, si no el por qué. Un contraplano finalmente nos libera de nuestro estado de suspensión revelándonos el origen de la voz: Akiko, una joven estudiante universitaria que trabaja como call girl. Habla por teléfono con su novio y pronto nos daremos cuenta de que está mintiendo.
Muchas de las historias de Kiarostami se centran en alguna forma de engaño. En The Traveler, un niño pretende fotografiar a sus compañeros de clase con una cámara antigua que no funciona, para recaudar dinero y poder ir a ver un partido de fútbol; en Dónde está la casa del amigo? un niño, en un acto de generosidad, hace la tarea de su amigo para evitarle la expulsión del colegio; en Close-Up — un híbrido entre documental y ficción que utiliza un evento de la vida real — vemos cómo arrestan a un hombre por haberse hecho pasar por el realizador iraní Mohsen Makhmalbaf. En todos estos casos, el engaño se propone probar los límites de la autoridad y retar a las instituciones y sus normas.
La tensión entre ser y aparentar está también incrustada en el tejido mismo de las narrativas extranjeras sobre Tokio, el lugar en el que Kiarostami eligió contar la historia de Like Someone in Love. El iraní es uno más en una larga lista de realizadores que han pasado por la metrópolis. Con cada película, la ciudad parece transformarse en una versión distinta de sí misma, que a la vez se refleja en nosotros y se cuestiona las proyecciones de otros. A veces, Tokio puede ser artificiosa de manera seductora, como en la Yoshiwara de Max Ophüls; hay también cartas de amor, como Sans Soleil de Chris Marker. Ahí, el realizador dibuja la sintaxis de la ciudad en sus momentos cotidianos, cuando nadie más está mirando. Pero el Tokio que parece estar más cristalizado en nuestro imaginario cinematográfico es el de películas como Lost in Translation de Sofia Coppola. Ahí, la protagonista queda a la deriva en las calles de la ciudad, como si se la tragara. La cámara que la acompaña registra sus impresiones subjetivas de una realidad aparentemente indescifrable. En otros momentos, confronta esta jungla de asfalto densamente iluminada desde arriba, mirándola desde la “seguridad” de la ventana de su cuarto de hotel.
Tokio es el emblema del caos metropolitano, que Georg Simmel describe en su ensayo La Metrópolis y la vida mental como una aglomeración acelerada de imágenes cambiantes, la discontinuidad evidente en la aprensión de una sola ojeada, y la cualidad impredecible de esas impresiones. Este es el Tokio de Coppola, y es también el de Kiarostami. Pero en vez de mostrar la ciudad en toda su gloria de neón, el realizador iraní se resiste a mostrarla en su totalidad, así como nos negó la imagen de Akiko en la secuencia inicial.
Después de la escena en el bar, atravesamos Tokio con Akiko que va a encontrarse con un cliente importante en Yokohama. La observamos desde el asiento del copiloto, y viajamos acompañados del sonido de otra voz. Akiko se pone sus audífonos y escuchamos a su abuela, que está pasando el día en la ciudad y quiere ver a su nieta. En una secuencia de mensajes de voz, narra su experiencia en Tokio, primero desde el banco de una estación, luego desde una restaurante, y finalmente desde una cabina telefónica que tiene anuncios de call girls pegados a la puerta. Es extraño como una de ellas se parece mucho a Akiko, dice. Pero no puede ser ella, ¿verdad?
“Son casi las 10pm. Supongo que no te veré.” Es el último mensaje. Akiko aguanta las lágrimas. Mientras tanto, la sensación de Tokio de noche nos llega enmarcada por el parabrisas del carro y por destellos de neón en el rostro de Akiko. En manos de Kiarostami, Tokio no es un simple espectáculo. En ese momento, la ciudad es un escape.
Como la abuela de Akiko, sabemos que su nieta no va a verla. Sin embargo, ella le pide — dos veces — al taxi que dé una vuelta por la estación donde su abuela la espera. La primera vez, un plano general nos permite ver a una señora parada bajo una estatua con varias maletas. Mira a su alrededor ansiosa, examinando los rostros de los extraños que caminan apresuradamente a su alrededor. La vemos con dificultad, hasta que una van blanca aparece de repente y nos obstruye la vista. “Disculpa, ¿le podría dar otra vuelta?” La desesperación se hace evidente en la voz de Akiko. No tenemos más que un vistazo de la mujer, aun menos satisfechos que en la primera vuelta. La trayectoria completa — Akiko y el chofer, la ciudad vista desde su perspectiva reflejada sobre su rostro en el vidrio del carro — es una secuencia que parece abrazar la ciudad en su totalidad, capturando un torbellino de emociones en una experiencia tan centelleante como íntima.
Uno ve mucho de Tokio desde los taxis en estas películas. Y es interesante que el carro sea un elemento que está presente de forma consistente en las narrativas de Kiarostami — por ejemplo, los viajes en carro en A través de los olivos, El sabor de las cerezas, y El viento nos llevará. Hay una cierta vulnerabilidad en tener a dos personajes sentados uno al lado del otro, mirando hacia la misma dirección, yendo hacia el mismo sitio. En Like someone in love, muchas de las conversaciones importantes suceden dentro de un carro. Aquí, sirve no sólo de refugio del caos de la ciudad, sino como un terreno en el que se deshacen barreras psicológicas.
Akiko encuentra la misma posibilidad de vulnerabilidad en su cliente, el Sr. Takashi, un profesor de universidad jubilado y traductor en sus ochenta. En su libro Habitar, Juhani Pallasmaa habla sobre la relación cercana entre hogar, identidad e intimidad. Un espacio se convierte en hogar una vez lo marcamos con características que nos permiten reconocerlo como nuestro. Un cuarto de hotel anónimo se personaliza inmediatamente cuando nos lo apropiamos, marcando nuestro territorio al colgar ropa, sacar libros y objetos, desordenando la cama. Al mismo tiempo, el hogar es mediador entre el mundo público y el privado. Es el único lugar en el que podemos guardar nuestros secretos.
Vemos los parecidos de Akiko — su reflejo — en imágenes en la sala de Takashi: en dos fotos de mujeres que, asumimos, son su esposa y su hija, pero cuyas identidades nunca se nos aclaran; y en una reproducción de un cuadro de Chiyoji Yazakic. Es como si Akiko estuviese en casa, y la forma en la que habita y se apropia de este lugar refuerza esta idea. En contraste con la escena de apertura de la película, en la que parece estar atrapada — tanto física como emocionalmente —, es en el apartamento de un extraño que Akiko parece encontrar, por primera vez, su libertad. Las luces y el caos de la ciudad le dan al lugar un brillo cálido y una atmósfera extrañamente serena, y en estas secuencias nunca vemos Tokio. Pero sigue ahí, del otro lado de la ventana, su presencia como un leve susurro que se filtra en el subconsciente.
En un punto hacia el final de la película, una vecina de Takashi — una mujer entrometida que lleva tiempo enamorada de él — le cuenta a Akiko cómo se pasa el día mirando por la ventana. Akiko también, de cierta forma. Detrás del vidrio de seguridad de la pretensión, el reflejo de quién realmente es le devuelve la mirada, entremezclado con la imagen espectral de Tokio que sólo aparece en los vidrios de los taxis, bares de mala muerte y cuartos de hotel. Así, hasta que un día, la ventana por fin se quiebra, el reflejo desaparece, y el espacio entre ser y parecer se termina de cerrar.