MAIA'S CLOSET PICKS: ELEN BERENT
Vestirse para matar, para seducir, para pertenecer y para morir en LEAVE HER TO HEAVEN (Dir. John M. Sthal, 1945)
texto de Maia Otero
Cuando conocemos a Ellen Berent solo vemos un vestido beige detrás de un libro. Lo único que destaca es un opulento anillo de compromiso. Este rápidamente se ve opacado por los hipnotizantes ojos de Gene Tierney, que a la vez reflejan una luz y una oscura profundidad. Pero estos son detalles—detalles a los que ella no puede escapar. La ropa, aquello que Ellen decide, no comunica absolutamente nada: sobre ese vestido beige, inofensivo, podemos proyectar cualquier idea. Pero para ella ninguna decisión es azarosa, y está consciente de que su vestimenta es su presentación al mundo, y su armadura.
Por eso, la primera vez que está consciente de que se va a reencontrar con Richard Harland se pone un vestido rosado, con estampado floral, mangas suaves y vaporosas, un broche y aretes de piedras coloridas. Esconde su mirada profunda tras una imagen de feminidad, suave y ligera como la tela de color pastel.
Cuando llega el prometido de Ellen, él ya está sorprendido por las noticias del compromiso entre ella y Richard Harland. Igual de sorprendido está Richard, quien se entera de su propio compromiso junto con todos los familiares y amigos. La única que no está sorprendida es Ellen, evidentemente, quien se puso un enterizo blanco con sus iniciales “E.B.” que, como una especie de ilusión óptica, parecen esconder la letra H (de Harland). Richard no tiene tiempo para estar confundido, ni para recibir explicaciones de Ellen. Una vez ella se deshace de su prometido, le pide matrimonio a Richard quien acepta inmediatamente. Richard se siente tan mitificado por Ellen, su belleza, y su franqueza, que no se da cuenta de que ya está atrapado por ella, como lo está su apellido en ese cuello ornamentado.
Una vez se casa, Ellen se sigue vistiendo para cumplir los roles requeridos por la sociedad, por su esposo, por su familia, el doctor, o por ella misma. Si tiene que presentarse como ama de casa, se pone un vestido de colores pasteles y un delantal; si se prepara para un día en su nueva cabaña de lago en Maine, usa jeans, correa de cuero, y camisa de franela. Para cada ocasión, posee la indumentaria adecuada. Su vestimenta es como su belleza, demasiado perfecta para ser real. Una idea que la misma película abraza al optar por el encanto y la sublimidad del technicolor para retratar un género que como indica su nombre, Noir, es usualmente fotografiado en blanco y negro. En Leave her to Heaven no hay sombras ni oscuros que oculten el horror de los crímenes cometidos, solo el brillo perfecto del sol, el verde exuberante de la vegetación, el pintalabios rojo de Ellen. Toda esta belleza esconde dentro algo podrido.
Es casi de manera circunstancial que ella se pone las gafas oscuras antes de la muerte de Danny. ¿Había pensado en su muerte anteriormente? ¿O se hizo consciente de la oportunidad de librarse de él una vez empezó a ahogarse? En cualquier caso, ya se había puesto las gafas, ya tenía la mirada ante la realidad obstruida por un filtro, y sólo tuvo que esperar. Al no tomar una decisión, está tomando una decisión. Su frialdad en este momento es vista como cruel, pero su odio viene propiciado por una inseguridad innata—la de no ser amada. Y sobre todo, no ser amada como ella ama, completamente. Danny no es la primera víctima de Ellen, porque de alguna manera u otra ella fue causante de la muerte de su padre. El amor de Ellen lo ahogó, así que ahora Ellen dirige sus fuerzas no en amar a Richard con locura, sino en alejar a quien él ama, y ser su único amor.
Las decisiones de Ellen Berent son una sorpresa para todos a su alrededor: personajes y espectadores. Por más que la observemos, por más que escudriñemos sus ojos en busca de alguna respuesta, todo lo que recibimos son preguntas. Ellen se da cuenta de las restricciones que le impone la maternidad desde el embarazo, cómo su persona se invisibiliza frente a los otros, y el gran espacio y expectativa causado por su hijo en gestación, quien de alguna manera empieza a ocupar el lugar de Danny. Ellen se mira en el espejo y sus ojos son una vez más inescrutables. Se dirige corriendo a su armario, resoluta, ¿de qué? Como siempre, nos enteramos al momento del suceso, pero al verla elegir el vestuario perfecto para esta ocasión, somos espectadores de un momento privado de la obra: la búsqueda del personaje. No cualquier personaje, el personaje de víctima. Ellen se peina, se pinta la boca frente a su espejo y se ajusta el disfraz. El lobo se viste de oveja. Sale a su escenario, y empezamos a entender. Su bata de encaje azul hace juego con el papel tapiz de flores azules. Ellen se para donde el escenógrafo ha dejado un corte perfecto en la alfombra en el que su zapato se puede tropezar. Como una Cenicienta alterna, Ellen deja un zapato al tope de las escaleras y escapa; no del príncipe, pero sí de los cánones femeninos.
El último “acto de amor” de Ellen es quitarse la vida e inculpar a su hermana de su muerte, para finalmente separarla de Richard. Su camisón es apenas visible debajo de las sabanas donde agoniza a causa del arsénico, pero vemos que sus mangas son románticas, con lazos y encaje, al igual que su juego de sábanas, y su cama con dosel que encuadra a Richard como dentro de un teatro - el teatro de Ellen, donde por siempre será amada en su ausencia, como sólo se puede amar a un fantasma. Ellen no busca sólo venganza, eso parece ser una consecuencia de su plan, lo que Ellen busca realmente es el amor que producen su padre y Danny en los ojos de los demás: aquel amor puro y sin abandono que busca sólo se encuentra en su propia ausencia.