MIRAR AL OTRO
por Tanya Valette
Artículo publicado originalmente en El País Cultural, Noviembre 2017
El cine no es cosa de mujeres. Como casi nada. Así quieren hacernos crecer, pero las mujeres de mi estirpe construyeron otro modelo para mí. En mi casa no había cosas para hombres y cosas para mujeres. Había cosas. Y las hacía quien podía. Las mujeres de mi familia me llevaban al cine. Y con ellas, con mi madre, con mis tías, vi películas de vampiro, de Bergman, de Antonioni, de vaqueros y también de amor. El cine era el matinée de los domingos en el Independencia; la mano de mi madre y el vapor de sus enaguas; la certeza de mi nombre en la cartomántica de una de mis películas de culto: Sombras del Mal, de Orson Welles; el rostro de María Schneider mirando el camino alejarse de la misma manera que lo hacía yo en el Fiat 125 azul cielo de papi, los días de paseo. Una crece a golpe de intuiciones y un atardecer, sin hasta ahora entender muy bien el por qué, me fui a estudiar cine a una escuela que se inauguraba con mi generación y en la cual estudia ahora mi hija. Era La Habana, el año en que pasaba el cometa Halley. Muchas mujeres estaban a mi lado, frente a mí. A mis espaldas.
Muchas mujeres en República Dominicana han hecho su propio recorrido para llegar al cine, incluso una de ellas, María Steffani, fue la primera realizadora de nuestro país, en los años 20. En todas me reconozco porque me ha conmovido el poder de las imágenes que han construido, pero quiero hablar de algunas de las obras de tres cineastas que han hecho el mismo recorrido de mi formación. Tres mujeres sin las cuales no se puede escribir el cine de autor en la República Dominicana: Laura Amelia Guzmán, Natalia Cabral y Johanné Gómez. Las tres comparten, con la poética propia de cada una, una sensibilidad muy especial para contar el mundo a través de personajes a la deriva, con una soledad que se resiste a acompañarse y amores contrariados y tenaces. Cuentan desde la otredad, ese difícil ejercicio de mirar al otro y desde allí reconocerse. Hay también en ellas una necesidad de posicionarse, de hacerse cargo, cruzando a veces los límites de los formas y de la ética, sin caer en la denuncia barata o el discurso evidente. Han construido obras delicadas, iluminando personajes cuyas vidas pertenecen a la épica caribeña del día a día.
El cine de autor es una cuestión de mirada. Qué decides mirar. Cómo y desde dónde lo miras. Hace algunos años, en una sala de cine en España, vi Jean Gentil, ficción etnográfica de Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas. Era la primera vez que una película dominicana me dejaba en tal estado de conmoción, con un dolor inmenso que me llegaba hasta los huesos. Era una película contada desde un lugar inédito hasta entonces en nuestra cinematografía. La diferencia estribaba en la mirada, en la empatía que tenía esa mirada, en lo que se decidía dejar fuera o no en el campo de esa mirada. Era, sin lugar a dudas, un momento fundacional en nuestro cine.
El desarraigo fue lo que me hizo establecer una conexión inmediata con el personaje Jean Gentil, un emigrante haitiano que representa la errancia de un cuerpo a la búsqueda de una verdad, un cuerpo como una subjetividad, perdido entre montes de una exuberancia salvaje, casi indecente ante tanto abandono. Paisaje crepuscular en un Caribe lejos de la carta postal, contado en bucólicos planos generales en los cuales Jean Gentil deambula desesperado, solo contra el mundo, abandonado por sus dioses, sacudiendo nuestra precaria (solo entonces nos damos cuenta), zona de confort. No hay respuestas ni redención posible ni para el antihéroe de la película ni para nosotros mismos.
Poner el cuerpo, representar una verdad a través de las fisuras de la fragilidad humana, esa nada complaciente constatación, es la que Johanné Gómez documenta en Caribbean Fantasy. Ruddy y Morena, pareja ya emblemática de nuestro cine, muestran unos cuerpos ultrajados por la miseria, vencidos y desprovistos de gracia, pero con una dignidad que radica, no casualmente, en la mirada que se posa sobre ellos, con una sensualidad que nos remite a la manera en la cual Pier Paolo Pasolini filmaba a sus personajes en Accattone, uniendo el punto de vista del autor con el de sus personajes.
Ruddy es un yolero de figura taciturna, habitado por un silencio sobrecogedor. Junto con él, el río Ozama nos atraviesa como una espada fría, contextualizando el devenir cotidiano de los habitantes de los márgenes de una ciudad que es también la nuestra, aunque nos resulte tan ajena. De nuevo el otro nos delata. La primera aparición de Morena, la amante de Ruddy, marca un tono que va in crescendo, a la par que su delirante canto bíblico, hasta ocuparnos por completo, hasta que nada más nos importa, sólo esa historia ingrata de amor en medio de los escombros, de amor condenado, el amor de dos seres marginados que se salvan el uno al otro varias horas a la semana. Vidas secas enajenadas por la pobreza, la contaminación ambiental y la imposibilidad de amarse en medio de tanta dificultad, como Noeli y su novio, en Dólares de Arena, de Laura Amelia Guzmán. Personajes que, con su distancia, comparten un mismo destino.
Natalia Cabral, explora en Tú y Yo la relación entre La Doña, una viuda de 70 años y Aridia, su joven criada. Relación llena de tensiones y ambigüedades que nos remite a heredadas formas esclavistas. Pero al final del día, en la casa acomodada del centro de Santo Domingo donde viven aisladas entre los oficios domésticos, esas dos mujeres saben que, de algún modo, sólo se tienen la una a la otra. Poco a poco vamos incorporando aquellas dos vidas que se acompañan, muy a pesar de ellas mismas y de la imposibilidad de comunicarse desde el abismo social que las separa. Una ternura parca va naciendo, no obstante los desayunos en silencio y las ganas de escapar que uno percibe en Aridia, quien al igual que Jean Gentil y que Ruddy, intenta encontrar una comunión con la naturaleza, pero esta se le resiste, como cuando se prepara para salir bajo la lluvia y la vemos alejarse, solitaria, en medio de ese caos urbano que imaginamos al ver las calles inundadas de agua y lodo.
La soledad de la Doña es sobrecogedora. Hay tristeza en casi todos sus gestos, una tristeza soterrada, pero no por ello menos evidente. ¿Quién es Tú y quién soy Yo? A mí me gusta quedarme sin respuestas. Como si cada una lograra existir en función de que la otra está allí y sólo por eso. El dispositivo utilizado en el documental es el mayor acierto. Una observación extremadamente respetuosa, que crea momentos de gracia y belleza, como las dos secuencias finales: el jardín botánico y el recorrido por la ciudad. Natalia y Oriol Estrada, con quien codirige, han realizado un film posterior, El Sitio de los Sitios, en el cual, desde el mismo dispositivo observacional hacen una aguda disección del tedio y la felicidad en un mismo espacio compartido por clases sociales distintas.
Hace siete años de esa tarde que vi Jean Gentil en una sala de España. El cine de autor dominicano da pasos sostenidos hacia una forma de contarnos desde miradas y voces particulares, a partir de historias y personajes universales. Un cine que tiene la voluntad de encontrar un espacio en la memoria colectiva, construyendo desde la ficción y el documental un álbum de familia que, ciertamente, trascenderá el tiempo y los límites de la isla.
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