MI MEJOR AMIGA

Recuento de un día cualquiera en el que fui al salón a arreglarme el pelo


escrito por Jorge Uceda || ilustrado por abril contreras

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Uno de los días más importantes de mi vida fue el día en el que adquirí, con sudor y ceño fruncido, una pizca de madurez para determinar que mi pelo no era, efectivamente, negro. Hasta ese día, nunca había entendido por qué decían que mi pelo era rubio. Frente al espejo, siempre lo vi negro, aunque quizás no el más negro de los negros. A lo sumo, podía ser marrón.

Esa pizca de madurez también me permitió reconocer lo poco que conozco sobre tintes y coloración. Estoy consciente de la función del círculo cromático, pero más allá de la decoración de un hogar recién adquirido, desconozco sus otras magias, en especial las pociones que con él se cocinan dentro de un salón de belleza. Sólo una visita a ese templo es suficiente para confirmar la existencia de no sólo rubio, sino también rubio amarillo, rubio arena, rubio dorado, rubio ceniza, rubio rojizo, rubio sucio, rubio miel, rubio oxigenado, nevado, y trigueño.

“Sylvia”, digo al entrar al salón. “Necesito que mi pelo esté radiante para la sesión”.

Sylvia Barnhart es la especialista en tintes en el salón Frank & Joseph’s, el icónico templo responsable de otros pelos legendarios como los de Rita Hayworth e Ingrid Bergman. Junto a uno de los dueños, Sylvia Barnhart observa mi pelo de la forma en la que un científico contempla su hipótesis, dándose al atrevimiento de pensar qué haría con ella.

“Tengo una hipótesis”, dice ella.

Es 1946, y mi nombre aún no es Marilyn. Muchas personas en mi vida, incluyendo a Jim Dougherty, no están contentas con mis ambiciones, pero si bien es cierto que mi carrera de modelaje ha tenido sus frutos, ya estoy poniendo mis ojos en Hollywood, especialmente en la actuación. Ver a mujeres duras e inteligentes como Katharine Hepburn y Barbara Stanwyck en la gran pantalla me motiva a no desacelerar, y mi visita a Frank & Joseph’s es el primer paso.

El proceso toma varias horas. De haberlo sabido, hubiera traído un libro o una de esas revistas de Esquire, pero me entretengo contándole a los estilistas sobre mi aspiración de algún día interpretar a mi ídolo, Jean Harlow, la “rubia platino”, en una cinta biográfica. A la vez, me quedo pensando en lo que Sylvia Barnhart y el dueño prometen: un look radical, una sorpresa positiva, una hipótesis preparada. Nunca me he opuesto a un cambio de color; de hecho, siento que un pelo bien erigido, de tonos claros, ayuda a acentuar mis ojos.

“Tus ojos”, dice Sylvia Barnhart, “son hermosos y luminosos”.

Mujeres como Katharine Hepburn y Barbara Stanwyck también tienen los ojos luminosos… o quizás es el brillo del celuloide frente a la pantalla. Sólo recuerdo mis sueño de niña: actuar frente a ese celuloide, cautivar con una ejecución sin fallas, absorber el aplauso de ojos y luces por doquier. Fox me está dando esa oportunidad, a pesar de que en 1946 mi nombre no es Marilyn aún.

“Norma”, escucho a Sylvia Barnhart decir.

Ben Lyon es el ejecutivo que me llevó a Fox. Un día escuché allá que el número de películas con mujeres duras e inteligentes, que hasta entonces definía a la década, está llevando al cine a un público mayoritariamente femenino. Escuché que el estudio aspira a que vayan más hombres a ver películas, y quieren que yo sea la cara que propicie esa nueva ola.

“Norma”.

No tengo necesidad de ser la atención de un cine masculino, pero tampoco tengo problema en ser expuesta a una audiencia cada vez más grande. Ben Lyon me ayudó a conseguir este empleo, y quiero lucir bien haciéndolo.

“Norma”, dice Sylvia Barnhart.

Su voz me toma desprevenida, pero es mi respiro exaltado lo que más se escucha en el salón. Frente a mí, en el espejo, me mira una mujer, con facciones tiernas y delicadas, acolchadas en una melena de color híbrido. En el proceso, los estilistas habían utilizado una solución que suavizó el tono de mi cabello, dándole un matiz rubio rojizo. El efecto es, por carencia de una mejor palabra, mágico.

“Sylvia, ¡esto es espectacular!”, le comento sin dejar de tocar la melena. Luego, me detengo. “¿Puedes ponerlo más rubio?” Sylvia Barnhart dice que sí, después de estudiar mi nuevo pelo. Ella y el dueño colocan nuevamente la sábana sobre mi cuerpo y se posicionan detrás del espaldar de mi silla, cepillo y rociador en mano.

“¿Cómo lo quieres, Norma? Tengo rubio amarillo, rubio arena, rubio dorado, rubio ceniza, rubio rojizo, rubio sucio, rubio miel, rubio oxigenado, nevado, y trigueño”.

Es un hecho comprobado que las mujeres tendemos a discernir mejor detalles visuales como, por ejemplo, los matices de un color. Sin embargo, una mirada fija y prolongada le dice a Sylvia Barnhart que no sé cómo responder a esa pregunta. Quizás responderle con otra pregunta es mejor que nada: “¿Tienes rubio platino?”

A través del espejo, Sylvia Barnhart engancha sus ojos con los míos, asiente con la cabeza, y empieza a trabajar con mi hipótesis.

Sylvia Barnhart y Norma Jeane se convirtieron en amigas cercanas después de este día. Barnhart continuó como la estilista de preferencia de Norma durante los siguientes cinco a siete años, mucho después de que Norma Jeane se convirtiera en Marilyn Monroe, la “rubia platino”.