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Reflexiones sobre El Pasajero de Michelangelo Antonioni
por Bruna Braga
La arquitectura y el espacio son aspectos esenciales en la obra de Antonioni: son el marco a través del cual entendemos el mundo interno de sus personajes. El Pasajero (1975), la última pieza de su trilogía en inglés, es un hermoso testimonio de la sofisticación y empatía con la cual el director utiliza estos elementos para tratar conceptos como el malestar existencial, la moralidad y la identidad.
Es la historia de David Locke, un reconocido pero desilusionado periodista que se encuentra en un remoto pueblo en África, trabajando en un documental sobre la insurgencia de rebeldes en el Chad. De repente, encuentra la oportunidad de escapar de su vida cuando descubre el cadáver de Robert, a quien conoció hace poco, y que resulta ser un traficante de armas a quien andan buscando. De manera impulsiva, David decide tomar su identidad. Locke se entrega a su nueva identidad y recorre Europa para asistir a las citas que Robertson había hecho. Sin embargo, mientras vemos cómo nuestro protagonista se va desarmando, intentando reinventarse, nos damos cuenta de que lo que ha hecho es construirse una nueva cárcel.
Este thriller está poblado por una riqueza de preocupaciones temáticas. La historia se cuenta en silencio, lánguida y meditativamente. Cruzamos, a pasos glaciales, de un lugar a otro, entre pasado y presente, creando una atmósfera casi onírica que trasciende los límites del tiempo y de la realidad. No podemos evitar sentir la desesperación y la confusión que hierven bajo la serenidad de la mirada de Antonioni y del silencio ensordecedor que permea la película.
Sin embargo, estos sentimientos no pueden traducirse en palabras. Es el paisaje que nos ayuda a escarbar las ruinas internas de este hombre que huye de sí mismo — mientras se busca a sí mismo. El vacío de las colinas de un rosa-dorado del desierto del Sahara, la arquitectura surrealista de Gaudí — a veces sofocante, a veces esperanzadora —, el frenesí de las calles de Barcelona, la melancolía de las tierras desoladas de la España rural… En esta huída, el espacio refleja el torbellino interno de nuestro protagonista. Locke se siente vacío, sofocado, encerrado tras las barras de normas culturales y de “algunos malos hábitos” que no logra dejar. Los lugares le hacen eco a la existencia. La historia se repite, y el ser humano tiende a “traducir cada situación y experiencia a los mismos códigos”.
Esta odisea hacia la libertad tiene como destino el Hotel de La Gloria, y culmina en una secuencia climática de gran belleza y complejidad. Locke está acostado en su cama, boca arriba. Mientras tanto, nos movemos pacientemente a través de la ventana de su cuarto de hotel, observando lo que sucede en la plaza polvorienta. Su vacío desolador refleja el de Locke. Cuando nos volteamos, Antonioni nos revela lo que había detrás de las barras de donde nuestro héroe intentó escapar tan desesperadamente. El último plano es uno del Hotel de la Gloria, bañado de un atardecer azul, enrojecido, y una luz tenue emanando del interior. Nos recuerda que la vida ordinaria sigue, con todos sus trágicos hábitos, y que las fantasías sólo sirven para soñar despiertos.
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