UNA INTIMIDAD YANGUIANA


por Luis Manuel Perdomo Cárdenas

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Si algo supo hacer Edward Yang en toda su filmografía fue retratar el radical cambio que experimentó la ciudad de Taipei en la segunda mitad del siglo XX en su camino a convertirse en una de las ciudades más ricas del mundo. En A Confucian Confusion (1994), Yang la observa de nuevo, enfocándose esta vez en la manera en la que estas transformaciones han condicionado sus espacios, y en su desarrollo, al igual que en el resto de su obra, la película alcanza una proyección que no conoce límites geográficos y es capaz de resonar en cualquier parte del mundo.

A Confucian Confusion es, principalmente, la historia de Molly, la cabeza de una agencia publicitaria de Taipei que comienza a dudar del estilo de vida que lleva, pero también es la historia de las personas alrededor de ella. A todos ellos los une la mentira. Algunos intentan dejar de mentir; otros creen, erróneamente, que ya han dejado de hacerlo, otros son cómplices de la mentira y otros ni siquiera saben si mienten. Esta situación sólo es acrecentada por una ciudad abarrotada de personas que masifica las experiencias y no les deja más opción que la de estar permanentemente integrados a un grupo. Entonces a todos los embarga una necesidad de mantener una fachada y los espacios públicos se convierten en un escenario. “La vida, el teatro, ¿cuál es la diferencia?”, proclama Birdy, un guionista acusado de plagio, en una entrevista al comienzo de la película.

Larry, un exitoso hombre de negocios, parece explicar por qué cuando le dice a Molly que es necesario armonizar y celebra la capacidad de las personas de emular emociones que en realidad no sienten. “Ahora que vivimos en una sociedad global, una persona no puede ser muy diferente a las demás”, le dice a Molly, culpando a su “estilo único” de los problemas financieros de la agencia. Como ejemplo pone a Qiqi, su mejor amiga: “Si ella fuera un producto cultural, sería tan exitoso. A la gente le gusta ella, se siente feliz cuando la ve”.

Y es “producto” la palabra clave aquí, que parece contener un comentario al que vuelven a menudo las películas de Edward Yang: bajo la lógica de una sociedad regida por el mercado, todos somos un producto y todo lo que no sea “comercialmente viable”, que sea diferente y por ello incomode, será rechazado. Entonces, el mercadeo se convierte en el lubricante de las relaciones sociales y en este delirio se pierde la identidad. La uniformidad se convierte en la regla y la ley de la oferta y la demanda reina suprema.

“Mi creencia política definitiva es la igualdad, y ¿qué es la igualdad? ¡Que todos piensen lo mismo! Si el gusto de todos es el mismo, mis obras siempre venderán”, dice Birdy cuando le piden que responda a quienes dicen que sólo quiere hacer una obra taquillera, agregando que de no ser guionista fuera político. Incluso más revelador resulta cuando enuncia con indulgencia: “La taquilla es lo más democrático, es como votar”.

En estas condiciones no resulta extraño que en la película sean pocos los momentos en que se observe a un personaje solo en pantalla, pues si estos se definen a partir de su contexto, ¿qué podrían ser cuándo nadie más está presente? ¿Adónde puede llegar uno cuando no tiene punto de partida? Este es el drama que los aqueja a lo largo de la película.

Pero no todos los shows pueden continuar. Esta fórmula es imperfecta y está destinada a fallar. Lo verdaderamente interesante es que es la propia arena pública donde Yang obliga a sus personajes a ser honestos. Como si fueran actores de teatro esperando en los costados del escenario antes de salir a enfrentar al público otra vez, los personajes de Yang se sinceran en lugares, todavía dentro de lo comunal, que son angostos y oscuros y no permiten la entrada de mucha gente; en su defecto, encuentra lugares vacíos, y si todo eso falla, Yang les echa la cámara encima tanto como le sea posible.

En esta intimidad, se conceden la libertad de ser ellos mismos. Pero la verdad no tarda en rebozar el apretado encuadre. Rápido los personajes se incomodan y aparecen los roces, las explosiones, la violencia. Esto es presentado como realidad y Yang no la disfraza, sino que la reconoce y la acepta. Entiende que se trata de un precio justo a pagar por ser honestos, no con los demás, sino con nosotros mismos. Eventualmente, sus personajes también aprenden a hacerlo y la invitación queda extendida hacia el espectador.

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El 29 de junio de 2007, moría Edward Yang. Todavía faltaban unos meses para mi octavo cumpleaños y nunca me hubiera imaginado que 13 años más adelante encontraría tan cercana la obra de un hombre en apariencia tan lejano en espacio y tiempo. Guardando siempre las distancias con las alturas del desarrollo capitalista de Taiwán, no es raro encontrar semejanzas entre lo que sucedía en la Taipei de los 80 y 90 por la que siempre se preocupó la obra de Yang, y República Dominicana, “la economía de mayor crecimiento de América Latina y el Caribe", como se lee siempre en los titulares de los periódicos. Una capital llena de torres que todas se parecen, la desconexión espacial y emocional de sus habitantes, la penetración de la cultura estadounidense y la eterna posibilidad de convertirnos en emigrados que acompaña a los dominicanos desde que nacemos, todo eso está ahí en las películas de Edward Yang.

Esta es también tierra de hombres cuyos sueños de muchachos de ser peloteros cuando grandes se han visto frustrados, igual que Lung en Taipei Story (1985); de gente como Min-Min en Yi Yi (2000), que, al darse cuenta de lo vacías y repetitivas que son sus vidas, buscan consuelo en el cultivo de la espiritualidad, sólo que en lugar del budismo lo más seguro es que decidan entregarse a alguna rama del cristianismo. En Mahjong (1996) los engañó una compañía extranjera encargada con la construcción de un tren, nosotros ya hemos perdido la cuenta.

No son sólo sus personajes quienes terminan más cerca tras pasar por las manos de Edward Yang, sino también sus espectadores, con ellos mismos y con el mundo en que viven. Y es impresionante cómo una obra que parece obsesionada con la inmensa subjetividad que vivimos los seres humanos, atrapados como estamos en los límites de nuestra experiencia individual, pueda parecer a la vez tan universal. “¿Papá, sólo podemos conocer la mitad de la verdad?”, le pregunta Yang-Yang a su papá en Yi Yi. Yo creo que Edward Yang la veía completa y, al igual que Yang-Yang, este problema lo solucionó tomando una cámara y mostrándole al mundo tantas cosas de las que no nos damos cuenta.

“Pienso en todas las cosas que podría decirte, pero ya debes saberlas. Si no, no me dirías siempre ‘¡escucha!’. Nadie me dijo adonde fuiste, supongo que es un lugar que crees que debería conocer por mí mismo”, le escribe el mismo Yang-Yang a su abuela. A esto mismo es que nos invita el cine de Edward Yang cada vez que despliega sobre la pantalla de plata su amplísimo abanico de personajes, a presentarnos con nuestra verdad al mundo y escuchar con apertura cuando los demás nos cuenten las suyas. Por eso, mientras vivamos igual que ahora, las películas de Edward Yang siempre se sentirán frescas y recientes; e incluso cuando las cosas cambien yo las seguiré viendo, porque de todas maneras me parecen historias increíblemente bien contadas, sumamente conmovedoras y cautivadoras. A Confucian Confusion, siendo una comedia, es, además, bastante divertida.