TODAS LAS DESPEDIDAS DE AEROPUERTO SON CASABLANCA


por Zadiel Blanco

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“Soy Rick Blaine… soy Rick Blaine… soy Rick Blaine…”, me repetía aguantando un garabateo mineral en la garganta, mientras depositaba una a una las pertenencias de rigor en la cinta de goma que viaja hasta la boca de los rayos X. Atravesé el detector de metales sin alarmar la luz roja. Recogí al otro lado los objetos antes enviados al escrutinio poco atento del personal de seguridad. Luego de la revisión misma de siempre miré hacia atrás con el vértigo bíblico de convertirme en estatua de sal: ahí seguía ella, con la mano preparada para ondear un adiós irreversible.

Era el José María Córdova, aeropuerto de Rionegro, ubicado en lo más alto de las montañas para evitarle la fatiga a los aviones de tener que lanzarse de panza hasta lo más profundo del Valle de Aburrá. Ni Tacita ni yo íbamos de azul y los pocos alemanes alrededor ni iban de gris, ni tenían ninguna pretensión bélica, solo la de encontrar la puerta que los llevara a su vuelo del día. Eso sí, el entonces “nosotros” había llegado con una tardanza que sobrepasaba el demasiado tarde y que incumplía sobremanera con la puntualidad capital del check in. A esa hora ya había perdido el avión que me llevaba hasta Cartagena, mi primera escala en aquel regreso sin ganas, que se negaba a empezar en serio, hasta que empezó en serio.

Arrastrando las maletas, corrimos de aerolínea en aerolínea buscando un boleto urgente hacia la costa. Los que encontramos, o no llegaban a tiempo o eran impagables. Parecía que teníamos que dejar en un suspenso anticlimático la despedida, sin embargo, Tacita sacó su teléfono y después de un par de llamadas –mal llamadas- milagrosas, consiguió hacer pagable uno de los boletos impagables. Y así tuve ficha para salir, en cuarenta y cinco minutos, hacia el Rafael Núñez, aeropuerto Internacional de Cartagena.

Sólo después de los trámites primeros de abordaje me di cuenta de que aquella despedida no podía ser menos parecida al final de Casablanca, el único final de aeropuerto que merecía recuerdo durante este episodio tan alejado de vanidades poéticas. Para llegar hasta ahí, aquel martes de nata gris sobre el cielo, Tacita y yo, ante una realidad irreparable, habíamos perdido todas las pugnas posibles; sólo nos quedaron los salvoconductos para huir cada quien por su lado y la canción de amor, que Sam debía tocar de nuevo, se quedaba muda tras el primer acorde. No, aquello no era Casablanca, pero dolía con dolor de guerra y desilusión de andenes. 

Desentendidos de la maleta ya facturada, fuimos a deshacer cerquita de la calle, humedecida por una llovizna persistente, el último coexistir nuestro. Mirada con mirada, nos realizamos de estar agotando los últimos instantes de un amor sin inviernos, que se había prometido, al destello de los comienzos, ser para siempre, y lo peor, tenía todos los remedios del cariño para ser para siempre. Pero no fue. 

Rotos, como nunca antes, hicimos lo único que no nos habíamos permitido hasta entonces: llorar. Llorar descompuestos de sufrimiento, llorar abrazados, convencidos de que esas dos carnes entretejidas no iban a volver a juntarse nunca y que a cada quien, desde aquel entonces hasta que nos alcanzara la vida, le tocaba buscar la felicidad por su parte.

Ahí, sofocado de recuerdos mejores, abrazado al abrazo de Tacita -aquella casa abierta donde se había inventado la certidumbre-,  pensé en que sí existía algo de Casablanca en esa despedida. 

Habíamos tenido, en pleno trópico, nuestro París y siempre íbamos a tenerlo. De haber decidido sostener un amor insostenible nos habríamos arrepentido, quizá no ayer, ni el día siguiente, pero sí hoy y para toda la vida. Ambos teníamos nuestras labores y en lo que íbamos a hacer después de ese adiós no podíamos formar parte mutuamente. Y los problemas de dos pequeños seres no contaban nada en este loco mundo. Y así supimos entenderlo. 

De nuestro adiós Casablanca me alegraba pensar que Tacita no era ninguna Ilsa vulnerable y confundida. Ella era su propia Victor Lazlo y soportaba el peso de lo definitivo porque tenía su causa, su obra y en eso yo no podía formar parte. Así que ese pensamiento, un tanto rebuscado –partiendo de la intensidad de la situación-, me sirvió para darle, embarrado de lágrimas y con aliento crudo, un beso conclusivo. Y así caminar, como un condenado a muerte, hasta la cinta de goma a dejar mis pertenencias una a una, mientras me repetía, menos héroe que nunca: “soy Rick  Blaine… soy Rick Blaine… soy Rick Blaine…” y ella preparaba su mano para ondear un adiós irreversible. 

Quizá todas las despedidas de aeropuerto son Casablanca, incluso sin aeropuerto. Hay pocos dramas más reales que el de decir adiós, el de separarse físicamente del otro y de la química de lo posible. Es un leve e insoportable coqueteo con la muerte. Ante el miedo a la incertidumbre, todo desastre se anticipa… el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos, porque es el momento perfecto para estar enamorado, porque ya no hay posibilidad alguna de cagarla, ya no hay una escena siguiente, ya todo deja de ser hasta otro día en que somos otros, o para siempre.    

Después, cuando tomé el asiento 17B del vuelo 2404 de Avianca, descubrí, con los ojos submarinos y sin motivo alguno para consolarme, que aquello era de todo, menos el inicio de una hermosa amistad.            

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