SOBRE IR A UN FESTIVAL DE CINE POR PRIMERA VEZ Y PERDER MI CÁMARA


un texto de Daniel C.

Nunca había estado en un festival de cine. 

A pesar de que en teoría sé que es mejor ver una película no sólo en pantalla grande sino rodeado de gente que va a reaccionar a ella, acentuando mis propias reacciones, haciéndome ver y sentir más (aunque ese sentimiento sea desacuerdo con el público), en una gran experiencia colectiva, la gran mayoría de películas que he visto en mi vida ha sido de manera solitaria. No me molesta eso tampoco. Se me hace más fácil digerir lo que veo sin sentirme presionado a reírme donde no quiero, o sin tener, en general, que lidiar con lo que otra gente piensa sobre nada. Me dejo transportar a un mundo compartido entre el autor y yo. 

Este deseo de no dejarme influenciar demasiado por lo que otra gente piensa de tal o cual película, de no sentirme presionado para que me interese algo o para adoptar una persuasión política específica, o que me digan  que algo que me gusta mucho realmente es peor que otra cosa, es algo que solamente se iba a sentir más amenazado en un festival, que sería como una sala de cine, pero amplificada. Asimismo, la idea de festejar “el cine” me parecía, pensándolo más cuidadosamente, un poco demasiado amplio. “El cine” puede ser cualquier cosa. Son imágenes, que pueden comunicar cualquier posición personal o política y lo pueden hacer de una forma muy estimulante o aburrida. Siendo muy literal, el cine puede ir desde Leni Riefenstahl hasta Eisenstein, desde Shoah hasta Adam Sandler, y como dijo el director del festival en un discurso presentando la última película de Godard, desde esa película, que podría fácilmente haber costado alrededor de 100 dólares, hasta Megalópolis, costando sus 140 millones. Celebrar el cine es casi como celebrar tener una lengua para hablar.

Además, un festival siempre tiene una competencia oficial y la idea de concursar en el arte siempre me ha provocado rechazo. Hay cosas que se podrían matar al tratar de medirlas, como el amor que uno recibe de otra persona, por ejemplo. Como el rey Lear, uno se podría quedar sin nada. Pienso en Nick Cave, rechazando la nominación a un premio de mejor artista masculino: “My relationship with my muse is a delicate one at the best of times and I feel that it is my duty to protect her from influences that may offend her fragile nature.”

Por otro lado, los griegos concursaban y algunas de las mejores obras dramáticas de la historia no existirían si no hubieran ganado el primer premio en sus festivales. Ellos, los creadores del arte dramático, no parecían ver ningún conflicto entre hacer arte del mejor calibre imaginable y el concurso, la premiación, la distinción y clasificación entre una y otra cosa, no solamente por tipo sino por calidad, a pesar de que la mayoría de nosotros no podríamos definir exactamente, o por lo menos completamente, qué es lo que hace una obra de mejor calidad que otra.

En realidad, yo sabía que mis objeciones eran absurdas. Un festival de cine iba a ser la excusa para poder ver todo tipo de cosas nuevas, curadas por gente que sabe del tema y a quienes seguramente le debería hacer caso y escuchar sus opiniones sobre qué es valioso y qué no.

La editora de Simulacro Mag recobrando fuerzas para su labor de jurado.

Igual, ya estaba aquí, en un sitio donde realmente no pertenecía, acompañado de dos miembros de esta revista en diferentes funciones. Yo era el único sin ninguna función oficial. Todo el mundo alrededor de mí tenía algo que ver con cine de una manera profesional, fuera en hacerlo o en organizarlo o enseñarlo o programar o criticar o asesorar. Aparte de los locales que se gozan sus películas también, yo parecía ser el único que venía de otro sitio que no tenía que ver con cine profesionalmente en el festival entero, ni sabía tanto del tema como los demás. ¿Qué hacía yo aquí? Eso, me imaginaba yo, era lo que estaba pensando todo el mundo que conocía. La pregunta de qué me había parecido algo, si llegaba, no parecía tener el mismo peso. Se sentía como algo que había que preguntar por cortesía.

Yo no sabía cómo era un festival de cine, pero sabía que no quería venir con las manos vacías. No sabía si iba a poder pasar el día entero metido en salas. Es raro en tiempos normales el día en que vea más de una película y rara la semana en que vea más de tres o cuatro. Posiblemente no tendría la energía para ver tres o cuatro al día, entonces seguramente lo que terminaría haciendo sería pasear por el pueblo, encontrando alguna librería y después una cafetería donde me pudiera sentar a trabajar y luego saldría por ahí a fotografiar cosas, conociendo Valdivia. Para eso necesitaba la cámara. 

Me había vuelto una de esa gente que no viaja a ningún sitio sin su cámara. En el pasado me molestaba la pregunta de qué iba a hacer toda esa gente con todas esas fotos que tomaba. Para simples recuerdos ya la gente tiene sus teléfonos. No hay excusa para no usar esas cámaras, que son lo suficientemente buenas para grabar momentos, a menos que se quiera buscar un extra en calidad, buscar algo más. A menos que se quiera hacer “arte”. Y la idea de que tanta gente esté tratando de hacer arte que no va a lograr hacer bien (por pura ley de probabilidad no pueden todos ser buenos), me deprimía; hasta que me convertí en una de esa gente.

Pero hacer arte no significa tener fotos de mejor calidad, sino detenerse aunque sea un momento y pensar un poco más en lo que se está haciendo y en lo que se quiere hacer, y luego actuar en base a esa reflexión y producir algo. Significa tratar de sacarle algún significado a lo que está en frente de uno, y significa adentrarse un poquito más en nuestra imaginación, en lo que no tenemos en frente—lo cual a veces sólo se puede comunicar con lo que tenemos en frente. 

En ese sentido, había traído mi cámara, a lo mejor, para poder mirar a quienes miran, como quien dice. Incluyendo, tal vez, lo que no ven. No sabía exactamente qué esperar pero aprendí que un festival incluye mucho comer y tomar, incluso ir a karaokes, ya que se han vuelto inescapables. Un festival toma lugar en un sitio específico (en un país específico, en este caso uno donde yo nunca había estado) con su bebida y comida particular, como nos lo recordaban los spots antes de cada película. Un sitio con sus historias particulares — algunas oscuras— y sus rincones específicos donde uno puede ir y encontrar una belleza inesperada, como un jardín botánico en medio de una universidad.

Vine sin considerarlo mucho, viéndolo más como una vacación de una semana, sin predecir mi tendencia de querer escaparme de los sitios cuando hay mucha gente que tengo que ver una y otra vez, así como mi tendencia a siempre tratar de encontrarle una objeción a cualquier cosa, como a un festival de cine. Como si hubiera que encontrarle un problema a todo (aunque siempre va a haber problemas con cualquier cosa). Por ejemplo, teniendo que ponerle una objeción a la idea de la competencia.


Por lo que aprendí, ni siquiera todo lo del festival entra en la competencia. Hay muchas otras cosas que ver. Había una sección de Cineastas en Foco, en la cual posiblemente se encuentran cosas más interesantes que en la competencia (realmente no tengo forma de saberlo, habiendo visto sólo una película de la competencia oficial), aunque no tengan un público tan amplio y la sección incluya películas de años pasados. 

El martes, el segundo día del festival, y el primer día con un programa completo después de las ceremonias del primer día, vi una sesión de Elena Duque que consistía en una serie de cortos con stop-motion que incluían objetos personales como libros, mapas, joyas, conchas de mar, que se movían y se relacionaban. Había fotos del mar encima de las cuales se movían botes de papel. Había pintura sobre las imágenes, como la intrusión de lo mágico sobre lo real, formas geométricas que luego se rellenaban de color, punticos de pintura como lluvia divina cayendo sobre el paisaje desde otra dimensión, una dimensión lúdica, o la dimensión del arte, que transforma el mundo en otra cosa. 

Los cortos incluían imágenes (del mar, de edificios y calles) que estaban ya alteradas por la imaginación personal, pero la sesión concluyó con un performance donde ella pintaba, en vivo y en papel, sobre la imagen proyectada, como para adentrarnos e identificarnos mejor con el proceso de colorear el mundo. El elemento humorístico salía aquí con fuerza en cuanto trataba de usar las imágenes como punto de partida para su imaginación, pero éstas, después de condescender y jugar un poquito con ella, se le iban, cambiaban, y la dejaban teniendo que comenzar de cero. Había retratos, sobre cuyos rostros intentaba calcar, en otro había formas geométricas que se empataban con las que ella iba dibujando en el papel y en otro una naturaleza muerta en blanco y negro a la cual le añadía color, pero la imágen se le iba escapando, e incluso entraba una mano misteriosa para robar una fruta.

¿Qué es el humor si no la reinterpretación de ciertas cosas para de repente verlas con una mentalidad totalmente diferente a la normal, como si se le estuviera pintando con color por encima? 

Los desplazamientos repentinos de la imagen completa hacían que lo coloreado parara de encajar perfectamente con lo proyectado de una forma frustrante (humorísticamente). Se podría decir que tal vez son una forma de ilustrar cómo la magia del arte siempre es temporal, y tiene que seguir moviéndose y adaptándose, incluso cuando el mundo parece absorber los intentos para volverlos parte de sí— lo cual a su vez implica la pérdida de esa magia. Se tiene que seguir intentando, casi como Sísifo, de mantenerla viva. 

En los cortos Elena también canta suavemente, como a sí misma, que es otra forma de también darle color y magia a algo, el sonido, de una forma que es, finalmente, misteriosa.

Elena Duque dándole color a una naturaleza muerta en blanco y negro.

Aparte de los Cineastas en Foco, había otras retrospectivas, una que se llamaba “Totalmente Salvaje”, y  otra que se llamaba simplemente “VHS Erótico”, a la cual no llegué en ninguna de sus funciones. Sí llegué a un par de homenajes a cineastas que ya no están, como una al chileno Jaime Barrios (presentado por Diego Cepeda, que escribe en esta revista) y al cubano Nicolás Guillén Landrián, conocido (según me dijeron en la presentación) como Nicolasito, para diferenciarlo de su tío, el poeta también llamado Nicolás Guillén. Ambos eran cineastas subversivos en formas diferentes pero también similares. Ambos parecían energizados por una especie de rabia en contra del “establishment”, por diferentes que fueran los establishments en sus respectivos países. 

Sin embargo, su rabia no era destructiva. Aprendimos que Jaime Barrios había fundado, en conjunto con otros, una escuela de cine entre comunidades marginadas en el Lower East Side, después de haber emigrado a Nueva York desde Chile en los años 60. En lo que llamaban el Film Club, les daban a jóvenes, mayormente afroamericanos y puertorriqueños, las herramientas necesarias para contar sus versiones de lo que veían, tratando de influenciarlos lo menos posible sobre la idea de lo que el cine debía o no ser. 

En el documental que nos muestra esto, llamado simplemente Film Club (1968), oímos el mensaje bonito y esperanzador sobre el entusiasmo con el cual respondían los jóvenes a sus propias filmaciones y a la posibilidad que se les abría de contar una historia con el cine, un entusiasmo que no mostraban muchas veces en sus estudios, quizás porque no lograban ver cómo les eran relevantes. En el club deciden contar las historias que para ellos sí eran relevantes. En un momento, la voz del narrador, una voz cuadrada y aparentemente neutral como la de cualquier reportero americano de los ‘50 o ‘60, le pregunta a un joven sobre la moral de su historia sobre un delincuente que se mete en un problema tras otro hasta terminar muerto. El joven no parece ni entender la pregunta. ¿Qué moral? Es una comedia. Simplemente está contando una historia, igual que la gente a su alrededor cuenta historias sobre otra gente a su alrededor. El hecho de que, tan pronto tiene las herramientas para contar algo, no siente que se tiene que adherir a ninguna interpretación viniendo de nadie que esté por encima de él, muestra cómo el acto de filmar, de registrar el mundo desde una perspectiva específica, puede ser subversivo.

Por otro lado, a Nicolasito también lo movía claramente un deseo de dar visibilidad a gente que había sido ignorada por mucho tiempo, por siglos, y que seguía siendo ignorada. Su rabia venía de ser testigo de una hipocresía que pretendía dar igualdad a esa gente, cuando los mismos patrones de explotación se repetían, pero ahora con una ideología supuestamente diferente. La misma gente que retrata con tanta ternura y respeto, bailando, viviendo la vida a plenitud pero luchando, como Ociel del Toa (1965) con su cayuca, por ganársela, es la gente que este régimen — como cualquier otro que estuviera antes—, trata como animales de trabajo tan pronto quiere, por ejemplo, instaurar un plan de producción de café. Un plan con unas metas predeterminadas por algo que podría no ser más que un capricho personal de quien estaba en el poder, implementado además de forma caótica. Como si su falta de importancia como personas los hiciera desechables. Por eso los intertítulos a veces se sienten tan agresivos, en la forma violenta en que salen y en cómo nombran de forma directa lo que otros pretenden obviar  —hablando así de francamente sobre “Los Negros”, término que repite una y otra vez, desafiante. Otros dicen cosas como: “Esto lo deberían ver en La Habana.”

Coffea Arábiga (1968) fue un encargo del gobierno, un encargo que él cumplió de la forma más irreverente posible. El hecho de que fuera un encargo para informar sobre el proyecto, y el hecho de tener que explicar cosas prácticas como el marco de siembra, las plagas, etc. a la vez que quiere denunciar algo que no puede decir oficialmente, le da un carácter frenético a la obra, donde se entiende la irreverencia, pero por momentos no se entiende exactamente de dónde, o de cuántos sitios diferentes, viene la rabia. Se siente casi como resultado de un cortocircuito por parte de algún programa por lo ilógico que es lo que le piden. Al parecer, el corto en general, y quizás especialmente “The Fool on the Hill” de los Beatles acompañando la imagen de Fidel, le costó varias sesiones de electroshock al director, por encima del encarcelamiento.

Algunas de las funciones que ví estaban en 16 mm

Barrios y Guillén Landrián eran subversivos. ¿Qué hubieran pensado de un festival como éste? Que un festival importante te incluya casi quiere decir por definición que la obra ya no es “subversiva”. Tiene un sello de aprobación. Eso es, a menos que el festival en sí sea subversivo. ¿Este festival era subversivo?

¿Y yo, era lo suficientemente subversivo en lo que quería fotografiar o documentar? Sentí que tenía que dejarme llevar de ellos y buscar la mejor manera de ver lo que otros no ven. El jueves no había ninguna función que tuviese especial ganas de ver hasta la tarde. Mi plan entonces era coger la cámara y pasear por los sitios de Valdivia que no estuviesen  en el camino entre una sala de cine y otra. No quería formar parte de la mentalidad de venir a un pueblo para ver cosas que no tenían nada que ver con el pueblo, casi como si fuera una conferencia de negocios, donde uno viene, hace sus intercambios, y se va. ¿En qué se hubieran enfocado aquellos dos con sus cámaras? Si el cine servía para aprender a mirar, entonces me tocaba aprender a mirar lo que estaba justo  frente a mí, en vez de sólo en pantalla.

Pero cuando busqué mi cámara en mi mochila antes de salir, me di cuenta en estado de pánico de que no estaba ahí. No la encontraba en ningún sitio. No lo podía creer. Soy olvidadizo con algunas cosas, pero no con otras. ¿Dónde podía haber dejado la cámara? Finalmente se me ocurrió el último sitio donde me acordaba seguro de haberla sacado para tomar una foto. Había sido en un restaurante en un cuarto piso frente al mercado, donde la había sacado el día anterior para fotografiar por la ventana a unos buitres perchados esperando para comer algo del pescado que seguro se quedaría por ahí, por el piso del mercado.

Salí huyendo hacia allá en un Uber, pero cuando llegué me insistieron dos veces que la cámara no estaba ahí. Quizás no había sido el último sitio donde la saqué. Quizás no estaba ahí. O quizás un comensal la había visto abandonada y la había cogido antes de que pudieran ni siquiera limpiar la mesa. Golpeado por la realización de que no iba a ser tan fácil recuperarla, no me quedó opción que irme y pasar por los otros sitios donde había estado el día anterior— dos teatros diferentes, en ninguno de los cuales habían visto ni reportado nada. Volví finalmente al hotel, sin ganas ya de ir a ninguna función ni ver nada por el resto del día. Me deprimía que hubiera gente que quisiera apropiarse así de fácil de algo que se encuentra por ahí, en vez de hacer aunque sea un esfuerzo por devolverlo. Y no sólo que había gente que haría eso, sino que era milagroso encontrar a alguien que no lo hiciera.

Como si fuéramos buitres. 

Quizás alguien pensó que lo estaba explotando con la cámara.

Me quedé en el hotel con las cortinas cerradas en el medio del día, en la oscuridad, por un tiempo, pero después de unas cuantas horas decidí salir a caminar para sacudirme un poco, ya que no ganaba nada con quedarme ahí como un idiota. Como ya mencioné arriba, mi cámara se ha (¡se había!) vuelto una extensión de mí en el último par de años. Se había convertido en una de las formas principales de relacionarme con el mundo. Cuando uno tiene una cámara, dice Joel Meyerowitz, uno tiene una licencia para mirar. Aunque mucha gente, especialmente hoy en día con las redes, resiste a que la retraten, cuando uno ve a alguien mirando a través de la cámara uno tiende a darle un poco más de latitud para observar que si simplemente se quedaran mirándote fijamente con los ojos desnudos.

La cámara, además, se había vuelto para mí una manera de tratar de encontrar historias, poniendo una imagen al lado de otra, una manera de hacer que las palabras jugaran con las imágenes y viceversa, y resonaran, tratando de encontrar un significado más profundo que no estaba ahí antes. Era una forma no solamente de acercamiento hacia la gente, sino de acercamiento hacia el mundo. Una cámara te daba la excusa para salir a donde sea, para viajar a donde sea, bajo el pretexto de tomar fotos. Además, con el tiempo se fue desarrollando un placer de documentar cosas, como si fuera llevar un diario, cosas que si no se hace un récord de ellas pasan totalmente al olvido. Era una forma de decir, “no, aquí se vivió un poquito”, y también, de asegurarse de que hubiera algo para documentar, es decir, una manera casi de presionarse a uno mismo para vivir un poquito más.

Me podían robar la cámara pero no la determinación de documentar. Igual, me iba a coger un tiempo superarlo. Caminé a lo largo del río en una escena totalmente cliché, mirando a los lobos marinos que se subían del agua a la acera y se quedaban ahí, acostados, deseando nada, simplemente siendo. ¿En qué momento, que no recordara, había podido sacar la cámara de la mochila? ¿Quizás fue cuando vi los cortos de Nicolasito, queriendo asumir un poco más seriamente mi rol no oficial de documentar el festival? Recordé de repente que había tenido ese pensamiento. Pero creía que ni siquiera había metido la mano en la mochila para sacarla, dejándome ganar por la pereza. ¿O quizás sí la había sacado, y ahí se había quedado cuando agarré la mochila sin pensarlo dos veces para irme? O quizás ni siquiera había tenido el pensamiento y me lo estaba inventando ahora. O había sido en la caminata después del restaurante, para fotografiar un lobo marino o alguna otra cosa de la que ni me acordaba. ¿No la cogí en la mano cuando salí del restaurante? ¿No me había envuelto las tiras en la muñeca como siempre hago? No, lo más lógico era que la hubiera dejado en el restaurante. ¿Y no había respondido demasiado rápido que “no”, y con demasiada determinación también, la camarera cuando le pregunté de la cámara? La reacción normal hubiera sido preguntar: “¿Una cámara? No… no creo, pero puedo preguntar.” ¿O no? O quizás se olió la acusación desde la primera palabra y decidió que ni siquiera iba a perder su tiempo con eso. ¿Y qué derecho tenía yo de estar acusando por ahí? 

Comencé a pensar en cómo la imaginación se enciende cuando uno se ve enfrentado a una pérdida y comienza a formar memorias posiblemente falsas, escenarios complejos para intentar explicarse algo, situaciones menos o más improbables que muestran todo tipo de prejuicios, miedos, pretensiones, esperanzas, locuras, pero que también pueden revelar realidades, aunque sea solamente la realidad de la existencia de esas cosas.

El día antes había visto una versión musicalizada en vivo de una película rusa de los años veinte llamada Aelita, Reina de Marte (1924), donde el personaje principal, un soñador llamado Los, se imagina todo un viaje a Marte donde comienza una revolución proletaria y se gana el amor de la reina, quien ayuda a la revolución para luego traicionarla, y a quien por lo tanto tiene que matar. Todo esto como resultado de la pérdida de su esposa, primero sentimentalmente (piensa él), luego porque cree haberla matado. Una trama compleja… pero el punto es que la pérdida es capaz de causar un desborde de la imaginación como ése. Él cree que su esposa lo engaña (en realidad no, sólo es medio coqueta) y se imagina lo peor, y la fuerza de lo que se imagina es solo contrarrestada por la fuerza de su sueño de escaparse, por más que siga viendo a su esposa en la cara de la reina de Marte, Aelita.

La imaginación podía ser un arma de doble filo. Me imaginaba todo lo que no debí haber hecho el día anterior, todas las decisiones posibles que, de haberlas tomado, significarían que tendría la cámara en la mano todavía, como posiblemente nunca la tendría de nuevo. Ante esa sensación de impotencia, se disparaban escenas breves de un futuro posible, de maneras de recuperar la cámara, como de volver al restaurante y hacer ¿qué, exactamente? No había realmente nada que hacer. La culpa era mía, por ser tan estúpido.

Se sentía como un ejercicio en vano de la imaginación. Solamente podía caminar por ahí mientras se ponía el sol y tratar de no pensar en todo lo que no estaba fotografiando. 

Por alguna razón le tomé una foto a los buitres con mi teléfono también, en una imagen muy similar a lo que podría ser la última de mi cámara.

Después de mi caminata desolada me junté con la editora de esta revista para cenar. Le conté todo lo que había hecho desde el momento en que me di cuenta que había perdido la cámara hasta que llegué ahí. Siendo el tipo de persona que es, me trató de consolar dándome la idea de escribir sobre lo que le estaba contando, sobre la pérdida de la cámara y las imágenes que uno se hace en la cabeza como resultado para tratar de entender, o si no por lo menos volver tolerable, la realidad. Ese podía ser el punto de partida de mi crónica, sugirió. Yo le respondí que generalmente no aceptaba ideas para textos y de una vez acepté la idea para el texto. Ya ni siquiera tenía cámara. Me iba a tener que enfocar en alguna otra cosa, que podía ser escribir.

El día después, por la mañana, vi la única película que formaba parte de la competencia, una película chilena, una comedia, o más bien una sátira, sobre un pueblito que busca una Denominación de Origen (así se llamaba la película) para su longaniza, aparentemente sin ninguna justificación real. Estaba bien hecha, la comedia funcionaba, pero en general el lenguaje cinematográfico me parecía algo que ya había visto en otros sitios, por ejemplo en comedias americanas tipo mockumentary (This Is Spinal Tap (1984), por ejemplo). No me transportó a otro lugar (al final la relación con las películas es algo muy personal) como sí lo hizo la película que vi justo después, que fue otra musicalización en vivo de una película de hace casi cien años, llamada Ménilmontant (1926), de Dimitri Kirsanoff, un ruso radicado en París, y otro cortometraje del mismo director llamado Brumes d’Automne (1929). La estrella de ambos era Nadia Sibirskaia, que era esposa del director (y que luego trabajó con Renoir, entre otros). Paradójicamente me pareció mucho más novedoso y radical lo que estaba viendo aquí. Eran dos películas totalmente mudas. Eso es, sin ni siquiera intertítulos. La imagen era todo. ¡Y qué imágenes tenía! No sé suficiente de la historia del cine para saber qué tan original era filmar desde la perspectiva de un ojo que ve borroso por estar inundado de lágrimas, pero combinado con las expresiones de desolación de Nadia, que camina por el lodo al lado del río en un otoño tardío, totalmente sobre vestida para la ocasión, como si viniera de una fiesta en la cual se enteró de algo que no quería, llegando a su casa para quemar unas cartas (presumiblemente de un amor que se le había ido), no tuve otra opción que ponerme en la situación de ella y tratar de imaginarme todo lo que ella se imaginaba estar perdiendo. 

Luego del corto vino el mediometraje Ménilmontant, con una trama que incluía orfandad— ocasionada por un asesinato violento e inexplicado a los padres de dos hermanas— migración a la ciudad buscando una vida mejor, pérdida de la inocencia por un amor citadino (como si ya no estuviera perdida por el asesinato), la indiferencia de la ciudad hacia el individuo, traición por parte de la hermana que se enamora del mismo hombre, (y la tortura provocada por la imaginación de lo que ocurre, mirando desde abajo de la ventana), el nacimiento de un bebé fuera de matrimonio que podría o no terminar siendo arrojado al río en un acto de desesperación, y luego reencuentro y sanamiento familiar, sin claramente poder llegar nunca a ser lo que fue alguna vez.

Y luego está la perspectiva del hombre, que no es un villano tampoco. Seduce a la segunda hermana para vengarse de la primera (no su mejor momento), pero porque siente que ésta lo rechazó, cuando realmente parece haber sido una confusión y ella simplemente se había ido, a lo mejor asustada. Pero ella lo sigue esperando por días—días que va contando en la pared en el callejón donde se conocieron. Él claramente sigue enamorado, y se le nota un aura de inocencia cuando la cree ver de nuevo.

Al final, él termina asesinado en la calle después que una trabajadora sexual con un compinche le tratan de robar y él no cede. El villano real parece ser la ciudad.

Los rusos de los años 20 no parecen haber creído en tramas sencillas.

Todo esto era expresado mediante tomas inspiradas, como superposiciones mostrando el movimiento constante de la ciudad, encuentros y desencuentros en un cruce específico de callejones, el prender y el apagar de una luz para mostrar el intento de seducción y la resistencia a ella, y la cara impresionante de Nadia. Como el secreto siempre está en los detalles, no podía faltar un grafiti de un corazón en la pared del callejón donde se veía una hermana con el amante, luego las dos hermanas, luego la otra hermana y el amante. Si la musicalización de Aelita había estado buena, ésta, que era una conversación entre viola y piano, me pareció que acentuaba, complementaba y magicalizaba todas las imágenes de una manera espectacular.

La pérdida de la cámara, justo en el punto medio del festival, me hizo cambiar de perspectiva radicalmente, desde la idea de ver el cine y las imágenes como cargando un poder subversivo, o viniendo desde el deseo de subvertir, a verlo como naciendo desde la pérdida, que pone en movimiento todo un proceso imaginativo para tratar de curar algo que es realmente irreparable. ¿Y qué pérdida es más originaria o más irreparable que la pérdida de una patria, a la cual no se puede volver? ¿Qué ejercicio de imaginación tiene que ser más fuerte que aquel para contrarrestar el dolor del emigrado, especialmente el del emigrado forzoso? Todos los emigrados se ven forzados a emigrar, en cierta manera, pero no todos con la misma violencia. ¿Cómo se repara esa violencia?

Es una pregunta sin sentido, porque no se repara. Eso no quita la necesidad de un esfuerzo sobrenatural de la imaginación para intentarlo, aún en su futilidad. Como en el caso de Pepe (2024). En ese sentido, el ejercicio de ponerme en la posición de un hipopótamo desterrado y obligado a “convivir” con un nuevo tipo de criatura que lo ve como una bestia peligrosa y extraña, al mismo tiempo que una curiosidad zoológica, en un ambiente que no es el suyo pero teniendo que tratar de adoptarlo como suyo lo mejor que puede—se queda conmigo. Como también se queda la voz de Pepe, el hipopótamo, en sus varias iteraciones e idiomas diferentes, aterradora y enternecedora al mismo tiempo. Aterradora, como en el caso de otros monstruos incomprendidos, quizás solo para quienes no lo entienden. Se quedan conmigo también imágenes como las de los helicópteros entrando a buscar a la criatura como máquinas amenazantes con sus hélices rotando de forma mecánica e innatural en un mundo silencioso y pacífico—un mundo no contaminado—en una variación novedosa de la imagen clásica de la civilización entrando en la naturaleza. Tampoco me voy a olvidar del último plano (no sé cómo llamarlo, ¿cenital-tracking?) después de su muerte a balazos, cuando la cámara sigue subiendo y subiendo, como un globo hacia el infinito, un poco como el comienzo de 8 ½ (1963), pero al revés, esta vez sin caer del mundo del sueño. Aquí no hay vuelta al otro mundo, queda solamente la pesadilla.

Si me quedé con deseo de algo fue de poder ver más desde la perspectiva de Pepe, su mirada inteligente y curiosa hacia las criaturas extrañas que él llama los “dos-patas”. Esto se logra muy bien al principio, con la comedia entre los dos peones colombianos, contratados para transportar algo que no saben qué es, pero que se mueve con contundencia y que saben que se los comería vivos si abren la caja. Esta escena, además de introducirnos a la humanidad con la cual se va a encontrar Pepe, con todos sus vicios y mediocridades, hace también alusiones a thrillers sobre el abrir de una caja de Pandora como, digamos, Jurassic Park (1993). Luego, también, en lo que llamaría el tercer acto, si se puede hacer la distinción, se logra dejándonos ver, presumiblemente desde la perspectiva del hipopótamo, la comedia de Candelario con su esposa. A ésta se le hace más fácil creer que su esposo le está siendo infiel que aceptar sus historias sobre una bestia gigante en el agua, lo cual probablemente influye en la determinación de él de matar a la bestia, en una secuencia que también muestra la reacción violenta de la gente, en su ignorancia, hacia lo que no entiende y lo que no puede dominar.

La historia de Pepe sólo puede ser contada a través de la gente que lo rodea, pero una historia tiene un principio, medio y fin (si “no necesariamente en ese orden” como dijo Godard), aunque sea un hipopótamo que la cuente, y me sentí forzado a imaginarme el medio. Pepe, a diferencia de otros animales cinematográficos como Balthazar, sí habla, por lo tanto quería oír más de él entre el momento que lo trajeron y cuando lo mataron. ¿Trató de hacer ese mundo el suyo? ¿Fueron rechazados estos intentos? ¿O se quedó siempre cerrado a la posibilidad? ¿Cómo se sintió? De una manera extraña su mirada no es la inocente de una bestia sino una resignada y desconfiada y pesimista, desencantada, casi cínica. ¿Cómo fue la evolución de su pensamiento para llegar a ese punto?

En cuanto al tema del lenguaje, quiero ser menos pesimista que Pepe, pensando que aunque él no sepa de dónde vienen sus palabras, ninguno de nosotros lo sabe tampoco. El lenguaje al final no nos pertenece, pero sí nos apropiamos de él momentáneamente para poder contar el mundo desde nuestra perspectiva, para tratar de encontrar un lenguaje en común y también para poder imaginarnos otros mundos, como hace Pepe con su cuestionamiento. En ese sentido, aunque no se repare la pérdida, el esfuerzo de imaginación de Pepe, la película, no es para nada futil.


La futilidad y el desencanto son probablemente mis dos miedos más grandes. La futilidad de escribir, por ejemplo, que en gran parte viene de pensar que lo que uno escriba no va a significar nada para nadie, al final ni siquiera para uno mismo, sin importar el esfuerzo que se haga. Pepe nos cuenta su historia pero eso no quiere decir que la gente a su alrededor oiga más que los sonidos desarticulados de un hipopótamo.

No llegué a ver ningún largometraje que consideré malo, porque al final no vi muchos, pero tienen que haber estado ahí. Detrás de cada uno de ellos, o de la gran mayoría, y detrás de cada intento de escribir que haya leído que me parece fallido — incluyendo los míos —, hay realmente una historia a ser contada. Mis sentimientos no son menos fuertes que los de otra gente, no creo, pero tampoco son más, ni mis dudas existenciales, aunque no todo el mundo responda igual a ellas.

Es decir que detrás de cada historia insignificante hay una manera en que se ata a algo épico, no falsamente, no como resultado de ningún truco, sino verdaderamente, asumiendo todas sus implicaciones y dejando que se asienten y decanten, que adquieran el lugar que les toca después de la turbulencia de lo inmediato. Cualquier historia de amor, por insignificante que sea para la gente no envuelta en ella, tiene un carácter épico para los involucrados. Para ellos, todo podría estar en juego en ese momento, el futuro, la felicidad, incluso la misma posibilidad o imposibilidad del amor. Realmente es tan extraordinario como un viaje a Marte. Uno podría decir que solamente se siente así en el momento, pero se siente así porque podría verdaderamente ser así. Aún sin un bebé de por medio, el personaje de Nadia en Ménilmontant se estaba quedando sola, en medio de una ciudad donde no conocía a nadie. Una ciudad, que en el éxtasis de su enamoramiento se había sentido encantada, ahora se sentía (no se sentía, era) hostil, inhumana, indiferente, inhóspita. No le quedaba nada ahora excepto el desencanto.

El desencanto podría ser lo peor que hay. Por lo tanto, cuando uno pelea por mantener el mundo encantado, uno está peleando en realidad por todo, todo lo que vale algo. A pesar del carácter humorístico del performance de Elena Duque, esa batalla por mantener el color en el mundo, en el fondo, no es asunto de comedia. Hay violencia involucrada. La violencia que uno siente en algunos momentos en los cortos de Nicolasito existe para proteger la sensación de magia y encanto que se percibe en otros momentos de su obra, como en el corto Los del baile (1965), o en el mismo Ociel, en la cualidad mística de ese cayuquero que se pasa el día transportando a gente de un lado del río al otro, casi como una figura mitológica. Es como si Nicolasito estuviera diciéndoles (con los puños arriba) a quienes creían tener el poder que no se atrevieran a decirle que en la vida de esta gente había menos, menos de valor, o menos que proteger.

Lo que sea el amor, seguro incluye tanto una capacidad de imaginarse una vida en conjunto como esa sensación de novedad, del mundo un poco torcido, como un barco desanclado, incierto y sin embargo navegando con determinación. La historia que se cuenta es esencial. Sin ella no hay nada. Se puede decir que Pepe comienza a existir cuando cuenta su historia. Antes de eso no había Pepe, porque aún no había hecho el esfuerzo de relacionarse con todo lo que lo rodea y de reflexionar un poquito más sobre cómo encaja todo, y cómo encaja él en ese todo. Hasta ese entonces no sabe qué es y por lo tanto no puede ser otra cosa. Es igual con cualquier relación amorosa, y posiblemente no haya nada más importante que eso para proteger, con violencia si es necesario.

El problema es cuando la vida pierde esa sensación de posibilidad. O cuando ya ni siquiera se quiere buscar. De alguna manera ya me estaba sintiendo un poco así en la vida. Todavía soy joven, pero también me estoy poniendo viejo. Me da trabajo ver una película después de las 8 de la noche sin dormirme. Muchas veces ya no tengo ganas de leer, de abrirme a mundos nuevos. Comenzar una novela puede sentirse como una tarea imposible. Le tengo pánico al efecto atenuante del hábito. Y me da terror la futilidad de escribir palabras que tal vez nunca cobren vida, que se puedan leer pero sin que adquieran nunca esa sensación indefinible de magia, de encanto, que hace que algo te transporte. Esto es una colaboración entre el autor y el lector, un esfuerzo de la imaginación por parte de ambos. Pero tiene que estar ahí para el autor primero. La cámara se había vuelto, para mí, una manera de encontrarlo de nuevo. Ahora ni tenía eso. Obviamente podía comprar otra cámara, y lo haría eventualmente. Nunca se iba a sentir como esa primera cámara. Pero además, ese pensamiento no me sanaba de sentirme, por el momento, totalmente desnudo en contra del mundo, sin protección.

Un animal acuático que no habla.

La imaginación, como el lenguaje, sirve de protección. Sin embargo, el acto de compartir lo que realmente imaginamos puede hacernos sentir muy desnudos. Lo que queremos, en un sentido profundo, está muy atado a lo que nos podemos imaginar, por lo tanto generalmente tampoco decimos lo que verdaderamente queremos o sentimos, por lo menos no de una forma directa, excepto en ciertas ocasiones muy especiales. Parte de ese miedo, seguramente, tiene que ver con no querer que lo que nos imaginamos pierda, al compartirlo, ese algo que lo hace especial, que al compartirlo nos hagan ver que realmente no tiene ninguna magia y que uno es simplemente un idiota. Incluso cuando vemos algo y admitimos que nos gusta, estamos, de una manera, indirectamente diciendo cosas sobre nosotros mismos, cosas que quizás nos imaginamos y cosas que quizás queremos.

Creo que fue Roger Ebert en alguna crítica de una película que no recuerdo que hablaba sobre cómo el director era capaz de hacer que él, como espectador, se interesara en las historias de alguna gente que si se le sentaba al lado en un tren no quisiera que le comenzara a hablar. Quizás porque son personas que no tienen ninguna noción de que hay cosas que no se comparten con cualquiera, y que si se comparten hacen que uno suene como un idiota y por consiguiente como alguien que no vale la pena escuchar. Es decir que normalmente estar en una situación colectiva es más bien una amenaza a la imaginación personal. La tendencia es protegerla de la mirada de los demás. Lo bueno de algo como el cine es que permite compartir la imaginación de una forma que fortalece esa sensación de magia en la esfera privada de la experiencia de cada quien, en vez de lo contrario. Quizás sea la única experiencia que consistentemente puede ser colectiva al mismo tiempo que le da a cada quien un espacio privado para soñar. La música puede hacer eso, pero también puede dar una especie de euforia colectiva (que disuelve la esfera privada) a la cual el cine mayormente se resiste.

Un festival se podría ver como una versión amplificada de lo mismo.

Una de las mejores cosas de éste era poder ver cosas que no se pueden ver casi en ningún otro sitio, y la función de cortos de Sara Kathryn Arledge era una de ellas. Con todo lo que estoy diciendo, fue particularmente apropiado que la última función que viera fuera la de Arledge, que me sirvió casi como una prescripción médica. Encantar el mundo es lo que ella hace, magistralmente, en su cine experimental. Igual que Elena Duque, pinta un mundo mágico sobre la realidad, pero éste se aleja un paso más, incluso, diría, del mundo reconocible, hasta llegar a la abstracción total y el juego puro entre formas e imágenes, sin darnos de qué agarrarnos cuando nos identificamos con la persona que trata de atraparlas, como en el caso de Elena. Hasta el lenguaje se vuelve algo sin sentido, de una forma juguetona, cuando las palabras que se oyen son remplazadas en los subtítulos por palabras homófonas pero que se escriben diferente, y que a veces parecen tener un significado comercial, haciéndonos ver como algo absurdo cosas (como la comercialización de todo) que se han vuelto normales. Esta sensación de un mundo en desajuste la transmitían imágenes de cuerpos (partes de cuerpos) dando vueltas en el vacío en una coreografía onírica, pesadillesca, versiones medio disociadas de los dioses griegos, como si estuvieran mal actuados a propósito, y formas animalescas que surgían espontáneamente de un abismo negro. Un diálogo casi Brechtiano en su tono alienado, entre tres personas, sobre la ciencia y el arte (“While scientists only measure a sliver of reality, artists transform reality by using illusions to reveal it”, anoté después de la función, lo cual debe ser una versión aproximada de lo que realmente dicen) nos dan una idea de lo que tenía en mente Arledge como propósito. Y todo ese proceso de abstracción culminaba (para mí debieron haber sido los últimos dos cortos) en una explosión orgásmica de imágenes en sucesión, ya sin sonido ni movimiento, puro color y forma, como si fueran las pulsaciones después de un clímax, en el tiempo de tregua donde todo es puro placer estético antes de que el sentido en el mundo se reorganice y la cadena interminable de deseo regrese.

Después de esta función, el viernes terminó con una salida placentera para hablar un poco de lo que se había visto, para conocer a un par de gente nueva, para comer y para comenzar a desarrollar un gusto particular por el pisco sour.


Sin embargo, el sábado, el último día realmente—aunque el domingo había todavía unas cuantas funciones, mucha gente ya no iba a estar—me decidí quedar solo, comenzando a escribir esto, tratando de sacarle sentido a lo que había visto antes de que se me olvidara y también, siendo honesto, queriendo estar solo. Me perdí incluso la ceremonia de clausura—no creo que fuera una pérdida tan grande para un mero espectador como yo—, las premiaciones, y las fiestas después de las premiaciones. Me daba mucha pereza volver a salir del mundo que me podía hacer en mi cabeza a través de lo que trataba de escribir para tener que navegar estar con otra gente, con la sinfonía (o cacofonía) de otras voces, otras perspectivas y realidades.

Además, todavía estaba en duelo por haber perdido la cámara (sin relajo, todavía estoy).

Pero mientras se acercaba la noche las festividades parecían caerme atrás, o por lo menos la sensación de que me las estaba perdiendo. Justo afuera de mi habitación de hotel, no muy lejos, se oían voces y risas. Habían llegado hasta ahí. Todo el mundo se estaba soltando. Incluso creía escuchar una guitarra tocando levemente, de alguna persona seduciendo a otra o a un grupo entero de personas. Yo estaba solo. En un sentido, estar en el festival se sintió como un salto al pasado, a una época en mi vida cuando me encontraba más a menudo en este tipo de situaciones, rodeado de gente con quien no estaba cien por ciento, y siendo parte de algo con lo cual no lograba estar totalmente en la misma frecuencia, sintiéndome mayormente como alguien en la periferia, pensando que no estaba a la altura de lo que se exigía, o que no me importaba lo suficiente, o que era, como estaba siendo ahora, una especie de diletante.

Yo tiendo a no sentirme demasiado cómodo alrededor de mucha gente, como tiende a haber en un festival. Y es cuando todo el mundo se suelta más, cuando la gente está en su punto más desinhibido, como estarían ahora, que yo me cohibo más. No sé por qué. El conocimiento de uno mismo es probablemente el tipo de conocimiento más difícil de obtener. Sin embargo, en cuanto a conocimiento propio sí he logrado reconocer dos tendencias en mí mismo: una de querer vivir la vida en su plenitud, y la otra de querer evitar a la gente y estar solo, llevándome a veces a sentir una contradicción casi como la de Fausto. En el pasado ha sido frecuentemente esa tensión, en situaciones como ésta, cuando se acentuaba la presencia (en su ausencia) de todo lo que me estaba perdiendo, que la imaginación, la cual también puede causar sufrimiento, se disparaba. ¿Qué estaba pasando sin mí? ¿Cuánto se estaba diciendo? ¿Cuánto se estaba gozando? ¿Qué me iban a contar después que yo me iba a odiar a mí mismo por perderme? Siempre me estaba perdiendo de cosas, y no me refiero solamente a cosas triviales. Cosas que parecían pequeñas se acumulaban hasta el punto en donde a veces sentía como si la vida entera le pasaba a otra gente, pero no a mí. Me pasaban por encima no sólo momentos memorables sino posiblemente oportunidades de trabajo, además de grandes amistades y amores, y todo eso muchas veces por querer evitar un poquito de incomodidad. ¿Cuántos lazos se estaban formando que durarían de un modo u otro la vida entera?

Y ahora alguien por ahí tenía mi cámara y estaba haciendo cosas con ella que no me quería imaginar.

Para contrarrestar esa sensación intentaba adentrarme más en lo que podía escribir, tratando de dilucidar si realmente iba a poder hacer una crónica del festival, habiendo al final visto tan pocas cosas. Vi solamente lo que quería ver (aunque me faltaron cosas) y lo que vi fueron mayormente retrospectivas. Pero las películas viejas pueden ser muy relevantes y son gran parte de lo que hacen un festival como éste exitoso. Casi siempre es viendo cosas viejas que uno se puede dar cuenta de lo que es posible, y también es viendo este tipo de cosas que uno se da cuenta de lo subversiva que realmente puede ser la imaginación, tanto para jóvenes marginados en el Lower East Side, como para un hipopótamo. 

Si “el cine” puede ser bueno o malo o cualquier cosa en el medio, el lenguaje y la imaginación también, pero no se puede vivir sin ellos. No creo que hubiera conscientemente intercambiado mi cámara por la posibilidad de ver las cosas que vi, ya que la cámara no es exactamente barata, pero al final la cámara en sí no vale nada. Lo que vale son las imágenes que uno hace con ella. Y las imágenes que vi me dan una idea de todas las cosas nuevas con las cuales puedo soñar un poco y con las cuales puedo encantar un poco el mundo. Con esas sí me pienso quedar.

Daniel C.Comment